La Iglesia está llamada
a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa
apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes. De ese
modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a
Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas.
Pero hay otras puertas que tampoco se deben cerrar. Todos pueden
participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad,
y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón
cualquiera.
Esto vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es «la
puerta», el Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida
sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un
alimento para los débiles.
Estas convicciones también tienen consecuencias pastorales que
estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo nos comportamos
como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es
una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a
cuestas.
Francisco, Evangelii gaudium, n.47