“Igual a nosotros en todo, menos en el pecado”. Esa afirmación clásica
sobre Jesús ( Cf Hb 4,15) ¿quiere decir que vivió fracasos y crisis semejantes
a los nuestros? Por supuesto que sí. ¿Y que pasó por momentos de desaliento y
desánimo? También. ¿Y que “tiró la toalla” y se hundió en la desesperación? No
hay más que acercarse al Evangelio para darse cuenta de que no: ni las
dificultades, ni los conflictos, ni las traiciones y persecuciones consiguieron
hundirle, silenciarle o hacerle emprender la huída. Pero vivió, lo mismo que
nosotros, sujeto a la incertidumbre y la perplejidad: e n contraste con la
autoridad de sus palabras, parecía ignorar los cómos y los cuándos de la
llegada del Reino que anunciaba y, al no dominar el futuro, vivía referido
constantemente a Otro que le señalaba el camino y cuyo rostro buscaba
incansable durante las noches y las madrugadas de oración.
Tuvo que encajar las preguntas de los que le rodeaban: ¿tenía sentido
dedicarse a tantas las causas perdidas , desvelarse por personas o grupos no
cualificados ni rentables, carentes de influencia y de significación social o
religiosa, desprovistos de posibilidades de futuro? Dedicar tanto tiempo a
enfermos, mujeres, niños, publicanos, extranjeros..., a los sectores marginales
de la sociedad, ¿no suponía un innecesario desgaste de esfuerzos y de energías?
¿Por qué aquella elección de discípulos, tan mal aconsejada, que reclutaba a
pescadores y recaudadores de impuestos y prescindía de un escriba, del
prestigio intachable de un fariseo, del poder de un saduceo o de la rectitud y
el ascetismo de un esenio? ¿Por qué optar por “ comportamientos débiles” : no
apagar la mecha vacilante ni quebrar la caña cascada; dejarse persuadir por la
insistencia de una mujer pagana; subir decididamente a Jerusalén al encuentro
del conflicto y confesar luego, desvalidamente, su miedo a morir...?
También llegaron las crisis: la primera hizo su aparición con la
detención y asesinato de Juan el Bautista. El profeta del desierto había
levantado muchas expectativas a su alrededor y la radicalidad sus
planteamientos había puesto en pie la esperanza de mucha gente. Jesús, que debió
moverse al principio en círculos próximos a él, da testimonio sobre Juan con
enorme admiración. Su arresto fue el punto de inflexión de la vida pública de
Jesús y fue precisamente aquella crisis la que dio comienzo a su predicación en
Galilea y a su anuncio de la llegada del Reino.
Pero fue en su tierra donde probó por primera vez el sabor del fracaso
y aprendió amargamente lo que significaba que la semilla de su palabra cayera
en el pedregal lleno de zarzas de los que no estaban dispuestos a cambiar.
Decidió entonces subir a Jerusalén. Abrigaba la esperanza de acoger
bajo sus alas a la ciudad, como una gallina protege a sus polluelos, pero allí
tenía en contra a todos los poderes, tanto el romano como el judío, y le
estaban acechando para derribar por tierra sus proyectos y sus sueños.
Le quitaron todo, pero no
pudieron arrebatarle lo mejor que había en él: aquel amor que nunca se
retiraba, capaz de llamar “amigo” al traidor que venía a prenderle. Y aquella
confianza sin límites que le hizo abandonar toda su existencia fracasada y rota
en las manos del Padre y dejar que fuera Él quien se encargara de hacer fecundo
el grano de trigo de su vida enterrado en la tierra.
Dolores Aleixandre