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sábado, 14 de diciembre de 2013

OTRAS VOCES III ADVIENTO/A




“Igual a nosotros en todo, menos en el pecado”. Esa afirmación clásica sobre Jesús ( Cf Hb 4,15) ¿quiere decir que vivió fracasos y crisis semejantes a los nuestros? Por supuesto que sí. ¿Y que pasó por momentos de desaliento y desánimo? También. ¿Y que “tiró la toalla” y se hundió en la desesperación? No hay más que acercarse al Evangelio para darse cuenta de que no: ni las dificultades, ni los conflictos, ni las traiciones y persecuciones consiguieron hundirle, silenciarle o hacerle emprender la huída. Pero vivió, lo mismo que nosotros, sujeto a la incertidumbre y la perplejidad: e n contraste con la autoridad de sus palabras, parecía ignorar los cómos y los cuándos de la llegada del Reino que anunciaba y, al no dominar el futuro, vivía referido constantemente a Otro que le señalaba el camino y cuyo rostro buscaba incansable durante las noches y las madrugadas de oración.
Tuvo que encajar las preguntas de los que le rodeaban: ¿tenía sentido dedicarse a tantas las causas perdidas , desvelarse por personas o grupos no cualificados ni rentables, carentes de influencia y de significación social o religiosa, desprovistos de posibilidades de futuro? Dedicar tanto tiempo a enfermos, mujeres, niños, publicanos, extranjeros..., a los sectores marginales de la sociedad, ¿no suponía un innecesario desgaste de esfuerzos y de energías? ¿Por qué aquella elección de discípulos, tan mal aconsejada, que reclutaba a pescadores y recaudadores de impuestos y prescindía de un escriba, del prestigio intachable de un fariseo, del poder de un saduceo o de la rectitud y el ascetismo de un esenio? ¿Por qué optar por “ comportamientos débiles” : no apagar la mecha vacilante ni quebrar la caña cascada; dejarse persuadir por la insistencia de una mujer pagana; subir decididamente a Jerusalén al encuentro del conflicto y confesar luego, desvalidamente, su miedo a morir...?
También llegaron las crisis: la primera hizo su aparición con la detención y asesinato de Juan el Bautista. El profeta del desierto había levantado muchas expectativas a su alrededor y la radicalidad sus planteamientos había puesto en pie la esperanza de mucha gente. Jesús, que debió moverse al principio en círculos próximos a él, da testimonio sobre Juan con enorme admiración. Su arresto fue el punto de inflexión de la vida pública de Jesús y fue precisamente aquella crisis la que dio comienzo a su predicación en Galilea y a su anuncio de la llegada del Reino.
Pero fue en su tierra donde probó por primera vez el sabor del fracaso y aprendió amargamente lo que significaba que la semilla de su palabra cayera en el pedregal lleno de zarzas de los que no estaban dispuestos a cambiar.
Decidió entonces subir a Jerusalén. Abrigaba la esperanza de acoger bajo sus alas a la ciudad, como una gallina protege a sus polluelos, pero allí tenía en contra a todos los poderes, tanto el romano como el judío, y le estaban acechando para derribar por tierra sus proyectos y sus sueños.
Le quitaron todo, pero no pudieron arrebatarle lo mejor que había en él: aquel amor que nunca se retiraba, capaz de llamar “amigo” al traidor que venía a prenderle. Y aquella confianza sin límites que le hizo abandonar toda su existencia fracasada y rota en las manos del Padre y dejar que fuera Él quien se encargara de hacer fecundo el grano de trigo de su vida enterrado en la tierra.

Dolores  Aleixandre

sábado, 23 de noviembre de 2013

OTRAS VOCES XXXIV/C





El tríptico paulino sobre “la señal de los cristianos” es el quicio desde el que la comunidad cristiana de todos los tiempos ha de recuperar el aliento provocador del misterio de la cruz. Desde que el viejo Simeón advirtiera a María sobre el complejo ministerio del que habría de ser, con el tiempo, bandera discutida “ante la que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 35), escándalo, necedad y fuerza han sido actitudes comunes que han contrariado en unas ocasiones y fortalecido en otras “los momentos en que nuestra fe es llamada a crecer y a madurar” (LF 60).

En bellas palabras de Benedicto XVI, Jesús, en la Cruz,“ha ido realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo”. La “puerta de la fe”, allí donde la vida se hace encrucijada, es umbral sombrío acrisolado de contradictoria y paciente espera.

Así, la cruz fue escándalo y seguirá siéndolo, porque un amor crucificado, para muchos, supone llegar “más allá del límite”. No es de extrañar que a lo largo de la historia el amor de Dios en la Cruz de Cristo haya sido un espectáculo insoportable y tan escandalosamente hiriente que hayamos preferido utilizar la cruz como flecha en nuestros ataques, adorno en nuestro pecho, castigo en nuestras venganzas, argumento en nuestros dictados y verdad en nuestras mentiras.

Y fue también la cruz necedad, porque siempre hubo y habrá quien considere que vivir “desviviéndose” después de ha- ber preferido morir amando en vez de vivir matando, no deja de ser la expresión de una vida derrotada tras una elección equivocada. Quienes así pensaban y piensan, parapetados en sus modas culturales, en sus credos fanáticos y en sus ideologías soberbias, decidieron cerrar los ojos al dolor de nuestra historia y de nuestro mundo instalándose en las mil y una distracciones que adormecen la conciencia.

Quizás por eso, se hace necesario cruzar la “puerta de la fe”, para confesar con Pablo que también la cruz es “fuerza de Dios” (1Cor 1, 18); porque mucha ha de ser la indiferencia si la estampa de Cristo Crucificado no suscita la escucha del dulce desgarro de una vida herida, en el mismo instante de haberla perdido para esta tierra. Con la fina maestría del que se sabe ganado para Cristo, Pablo nos narra los efectos de la cruz en su propio cuerpo, “apurado hasta el final pero no desesperado, perseguido pero no desamparado, derribado pero no aniquilado”.

Confesar a Cristo en la cruz como Hijo de Dios, como el centurión (Mc15, 39), sólo es posible a los pies de esa Cruz. Cuando se resiste bajo ella y se “cruza ese umbral” se descubre que nunca Cristo ha transmitido más paz que en el momento de la entrega de su cuerpo, pero al tiempo, nunca ha desvelado tanta esperanza, porque en ella se sabe en las manos del Padre. El Padre, en Él, se sabe, no solo creador de la vida, sino al cuidado de toda la historia.
Por eso en la fe profesada por la Iglesia, la Cruz, como “fuerza de Dios”, no es un lugar escandaloso y necio de muerte, sino el lugar donde la muerte ha sido vencida, por la fuerza del amor de Dios Padre. Con razón Juan de la Cruz, en el colmo de su contemplación de Cristo, no tuvo reparo en afirmar que allí “el mirar de Dios es amar”.

Palabras sobre la Cruz, signo de los cristianos en
Catálogo de la Exposición FIDES

sábado, 16 de noviembre de 2013

OTRAS VOCES XXXIII/C




Du-I-Nun, constantemente perseguido por los ulemas, fue arrestado por orden del sultán Mutawakkil y llevado a Bagdad para comparecer ante él. Tenía miedo, el tan humano miedo.
En la puerta de entrada encontró a una viejecita impotente que, adivinando su estado de ánimo, le dijo: Cuando seas introducido a la presencia de este hombre, no tengas miedo de él y no pienses que está por encima de ti. Sois los dos criaturas, engendrados de una misma semilla y hechos de una misma arcilla. Ante Dios él está tan desnudo como tú. No te defiendas, tengas razón o seas considerado culpable. ¿Por qué? Si tienes miedo de él, se crecerá ante ti, y si te defiendes, ello sólo agravaría tu caso; sería como si acusaras injustamente a Dios. No ha de ignorar lo que es de ti, porque El sabe que eres inocente; no tienes más que rogarle para que venga a socorrerte, y no trates de vencer por ti mismo, porque te dejaría entre tus propias manos.

Rumi
Poeta  místico musulmán. S. XIII

sábado, 9 de noviembre de 2013

OTRAS VOCES



El credo nos enseña que la vida es buena, no mala, pero que la vida no lo es todo, sino que hay algo más. De la misma manera que una idea da lugar a una canción, una semilla a una flor, o una cerilla a una llama, un día nosotros accede- remos a una vida nueva, eterna en espíritu y diferente en su forma. 

¿Y cómo podemos estar seguros de ello? Sencillamente contemplando, si somos capaces, las pruebas que Dios ha puesto a nuestro alrededor. En el fondo, es una metamorfosis, un cambio a la alteridad, de acuerdo con la naturaleza misma de la vida. 

“¿Somos iguales a Dios o somos diferentes de Dios?”, preguntó el discípulo al maestro. Y este contestó: “No somos ni iguales ni diferentes. Somos como el océano y la ola. No una cosa. Tampoco dos”. La vida es un movimiento de acceso a la plenitud que no conoce límites, que crece en la forma, que vive en el espíritu del Espíritu y no tiene fin.

J. Chittister, En busca de la fe,
Sal Terrae, Santander,  2000, p. 206