El tríptico paulino sobre “la señal de los cristianos” es el
quicio desde el que la comunidad cristiana de todos los tiempos ha de recuperar
el aliento provocador del misterio de la cruz. Desde que el viejo Simeón
advirtiera a María sobre el complejo ministerio del que habría de ser, con el
tiempo, bandera discutida “ante la que se pongan de manifiesto los pensamientos
de muchos corazones” (Lc 2, 35), escándalo, necedad y fuerza han sido actitudes
comunes que han contrariado en unas ocasiones y fortalecido en otras “los
momentos en que nuestra fe es llamada a crecer y a madurar” (LF 60).
En bellas palabras de Benedicto XVI, Jesús, en la Cruz,“ha ido
realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha
realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo”. La “puerta de la fe”,
allí donde la vida se hace encrucijada, es umbral sombrío acrisolado de
contradictoria y paciente espera.
Así, la cruz fue escándalo y seguirá siéndolo, porque un amor
crucificado, para muchos, supone llegar “más allá del límite”. No es de
extrañar que a lo largo de la historia el amor de Dios en la Cruz de Cristo
haya sido un espectáculo insoportable y tan escandalosamente hiriente que
hayamos preferido utilizar la cruz como flecha en nuestros ataques, adorno en nuestro
pecho, castigo en nuestras venganzas, argumento en nuestros dictados y verdad
en nuestras mentiras.
Y fue también la cruz necedad, porque siempre hubo y habrá quien
considere que vivir “desviviéndose” después de ha- ber preferido morir amando
en vez de vivir matando, no deja de ser la expresión de una vida derrotada tras
una elección equivocada. Quienes así pensaban y piensan, parapetados en sus
modas culturales, en sus credos fanáticos y en sus ideologías soberbias,
decidieron cerrar los ojos al dolor de nuestra historia y de nuestro mundo
instalándose en las mil y una distracciones que adormecen la conciencia.
Quizás por eso, se hace necesario cruzar la “puerta de la fe”,
para confesar con Pablo que también la cruz es “fuerza de Dios” (1Cor 1, 18);
porque mucha ha de ser la indiferencia si la estampa de Cristo Crucificado no
suscita la escucha del dulce desgarro de una vida herida, en el mismo instante
de haberla perdido para esta tierra. Con la fina maestría del que se sabe
ganado para Cristo, Pablo nos narra los efectos de la cruz en su propio cuerpo,
“apurado hasta el final pero no desesperado, perseguido pero no desamparado,
derribado pero no aniquilado”.
Confesar a Cristo en la cruz como Hijo de Dios, como el centurión
(Mc15, 39), sólo es posible a los pies de esa Cruz. Cuando se resiste bajo ella
y se “cruza ese umbral” se descubre que nunca Cristo ha transmitido más paz que
en el momento de la entrega de su cuerpo, pero al tiempo, nunca ha desvelado
tanta esperanza, porque en ella se sabe en las manos del Padre. El Padre, en
Él, se sabe, no solo creador de la vida, sino al cuidado de toda la historia.
Por eso en la fe profesada por la Iglesia, la Cruz, como “fuerza
de Dios”, no es un lugar escandaloso y necio de muerte, sino el lugar donde la
muerte ha sido vencida, por la fuerza del amor de Dios Padre. Con razón Juan de
la Cruz, en el colmo de su contemplación de Cristo, no tuvo reparo en afirmar
que allí “el mirar de Dios es amar”.
Palabras sobre la Cruz, signo de los cristianos en
Catálogo de la Exposición FIDES
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