Yo, Esdras, a la hora de la ofrenda de la tarde salí de mi abatimiento y, con mi vestidura y el manto rasgados, me arrodillé, extendí las las palmas de mis manos hacia el Señor, mi Dios, y exclamé:
«Dios mío, estoy avergonzado y confundido; no me atrevo a levantar mi rostro hacia ti, porque nos hemos hecho culpables de numerosas faltas y nuestros delitos llegan hasta el cielo.
Desde la época de nuestros padres hasta hoy hemos pecado gravemente. Por causa de nuestros delitos, nosotros, nuestros reyes y nuestros sacerdotes hemos sido entregados a los reyes extranjeros, a la espada, a la esclavitud, al saqueo y a la vergüenza, como sucede todavía hoy.
Pero ahora, en un instante, el Señor nuestro Dios nos ha otorgado la gracia de dejarnos un resto y de concedernos un lugar en el templo santo. El Señor ha iluminado nuestros ojos y nos ha dado un respiro en medio de nuestra esclavitud.
Porque somos esclavos, pero nuestro Dios no nos ha abandonado en nuestra esclavitud, sino que nos ha otorgado el favor de los reyes de Persia, nos ha dado y respiro para reconstruir el el templo de nuestro Dios y restaurar sus ruinas y nos ha proporcionado un refugio seguro en Judá y Jerusalén».
(Libro de Esdras 9, 5-9)
El libro de Esdras, dentro del Antiguo Testamento, se sitúa en un momento muy significativo de la historia del pueblo de Israel, después del exilio en Babilonia y durante la restauración en Jerusalén bajo el dominio persa. En este texto, Esdras hace una oración de confesión y humildad delante de Dios. "Mirar con verdad" y "mirarse con verdad" no es tarea fácil.
Mirar con verdad es una de las tareas más exigentes y liberadoras de la vida. Supone atrevernos a vernos como realmente somos, sin máscaras ni justificaciones que endulcen nuestras sombras. Esa mirada alcanza tanto nuestras luces como los rincones oscuros donde se acumulan fallos, heridas y fragilidades. Por eso, el primer movimiento ante la verdad suele ser la resistencia: cuesta demasiado reconocer que no somos tan fuertes ni tan coherentes como pensábamos.
La tentación habitual es vivir del autoengaño. Nos contamos historias para aliviar la conciencia: “lo que hice no fue tan grave”, “otros están peor”, “las circunstancias me obligaron”. Pero estas justificaciones se vuelven cadenas que nos atan a una imagen falsa. El autoengaño encierra, la verdad libera.
Sin embargo, mirar con verdad no significa hundirse en la culpa. En la oración de Esdras descubrimos que la confesión se abre también a la gracia: junto al reconocimiento de las culpas está la proclamación de un Dios fiel, que nunca abandona. Mirar con verdad es, por tanto, un acto doble: ver lo roto y al mismo tiempo descubrir la luz que sostiene.
Este gesto transforma. Quien se permite mirarse con verdad deja de vivir pendiente de las apariencias. Aprende a pedir perdón y a ofrecerlo, a caminar en humildad: saberse limitado, pero amado; frágil, pero llamado a reconstruir.
La verdad incomoda porque la luz revela tanto el polvo como la ventana abierta. Pero solo en esa claridad la vida respira. Mirar con verdad es aprender a vivir de cara a la luz, confiando en que lo que se descubre allí no es condena, sino la oportunidad de comenzar de nuevo.
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