Y yo os digo: Ganaos amigos con el dinero injusto, para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.
El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo, tampoco en lo importante es honrado.
Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro quién os lo dará ?
Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.
El evangelio de hoy puede resultarnos desconcertante. Llama la atención que Jesús alabe a un administrador acusado de mala gestión. A simple vista parece que se pone de parte de un tramposo, y eso nos incomoda. Por eso es necesario aplicar un filtro adecuado y no quedarnos solo en la anécdota.
La frase “ganaos amigos con el dinero injusto” tampoco es fácil de digerir. Sin embargo, el original griego nos ayuda: la palabra que se traduce por “astucia” también puede significar “prudencia”. El administrador, en el relato, no se enriquece, sino que renuncia a su comisión, pierde parte de lo que le correspondía y, al hacerlo, busca abrirse una salida más digna. No es un modelo de virtud, pero en medio de su crisis encuentra un camino más humano que el del simple egoísmo.
Ahí está el corazón del mensaje: ¿cómo afrontamos nosotros nuestras crisis? Porque las hay de muchos tipos. Están las crisis económicas, que nos quitan el sueño y ponen a prueba nuestra confianza. Están las crisis de sentido, esas preguntas hondas que surgen en silencio: ¿por qué esto?, ¿por qué a mí?, ¿por qué ahora?, ¿por qué de esta manera? También están las crisis familiares, donde se resquebrajan los lazos más queridos y se nos hace difícil sostener la paz en casa. Y no faltan las crisis interiores, esas batallas invisibles en las que sentimos que la vida nos sobrepasa.
Cada una de estas situaciones puede deshumanizarnos —volviéndonos duros, descreídos o insensibles— o, por el contrario, humanizarnos, hacernos crecer, madurar y abrirnos al otro con más compasión. Esa es la verdadera “astucia” a la que nos invita el evangelio: aprender a poner a la persona, y no al propio interés, en el centro de nuestras decisiones.
Al final, Jesús lo dice con toda claridad: “No podéis servir a Dios y al dinero”. O uno, o lo otro. Y tal vez la mejor manera de traducirlo hoy sea esta: elegir siempre lo que hace más humana nuestra vida, lo que nos acerca a la dignidad y al bien de los demás.
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