Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido." Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido." Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.»
Las parábolas lucanas de la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo nos confrontan con nuestra propia historia de perdición. Todos hemos perdido algo que nos dolió: personas que se alejaron por enfados o silencios, motivaciones que se apagaron, convicciones que se desvanecieron, ilusiones que se rompieron. Algunas pérdidas nos adormecen y nos vuelven indiferentes, nos vuelven insensibles, casi inhumanos. Pero otras nos hieren hasta lo más hondo, nos dejan un vacío que no se puede ignorar, y es precisamente esa herida la que nos mueve a salir a buscar lo perdido.
El pastor que deja las noventa y nueve ovejas, la mujer que barre la casa hasta encontrar la moneda, el padre que corre a abrazar a su hijo… todos nos muestran que buscar lo perdido es, en realidad, buscar nuestra propia identidad. Nuestra vida se teje con la presencia del otro; lo que está perdido de nosotros mismos no existe en soledad, sino en relación con lo que hemos dejado ir o lo que hemos herido. Es un gesto de humildad profunda, una afirmación de nuestra dependencia mutua y de nuestra necesidad de humanidad compartida.
Estas parábolas nos invitan a mirar de frente nuestra propia pérdida y, al mismo tiempo, a abrirnos a la búsqueda. Nos llaman a preguntarnos: ¿qué está perdido en mi vida que merece ser encontrado? ¿Qué relación, qué sueño, qué ilusión puedo recuperar? Tal vez no podamos recuperar todo, pero el gesto mismo de buscar nos transforma, nos despierta y nos hace más vivos. En esa búsqueda, quizá, redescubrimos la ternura, la reconciliación y, sobre todo, nuestra capacidad de volver a ser completos.
En la festividad de la Santa Cruz, esta experiencia se ilumina de manera aún más profunda. La Cruz supone salir al encuentro del otro; su forma es un abrazo. No puede haber “forma de Cruz” sin abrir los brazos y abrazar. Más que signo de dolor, es signo de amor, dación absoluta, salida de sí mismo. Recuperar lo perdido —ya sea en relaciones, sueños o ilusiones— pasa por hacer la experiencia de la Cruz: por salir de uno mismo, por abrazar y dejarse abrazar, por vivir la entrega que nos humaniza y nos devuelve a la plenitud de la vida.
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