Lucas 12, 49-53
El evangelio de hoy no es de los fáciles. Jesús dice cosas fuertes: fuego, división, bautismo… palabras que nos sacuden.
Podemos entenderlo de dos maneras:
Parece que Jesús quiere desmontar los grandes ídolos de su tiempo: la Ley, el Templo, la Tierra y la Familia. Todo eso, que debería acercar a Dios, se había convertido en muros que excluían. Y Jesús viene a prender fuego, a romper ese orden injusto.
Lucas escribe cuando las primeras comunidades ya vivían el conflicto en carne propia. Seguir a Jesús provocaba divisiones dentro de la familia y tensiones en el pueblo. La familia, en aquel tiempo, no era solo un lugar de afecto: era la base de la identidad y de la economía. Por eso, optar por Jesús suponía un cambio radical, sobre todo para mujeres y marginados que encontraron en él una oportunidad de libertad y vida nueva.
Cuando Jesús habla de su “bautismo”, se refiere a su muerte. Ahí es donde confirma con hechos, y no solo con palabras, que su proyecto iba en serio. El fuego, en la Biblia, no es solo destrucción: es purificación, comienzo de algo nuevo.
En resumen: Jesús trae un proyecto de sociedad distinta, capaz de poner patas arriba el orden establecido. Y claro, eso genera división, porque no todos quieren soltar sus seguridades.
¿Y hoy?
La fe no puede ser algo privado ni una religión “en la que todo vale”. El problema está en establecer los límites. Si no nos cambia por dentro (más honradez, más humanidad) y no nos empuja a transformar lo que está mal afuera (más justicia), entonces se queda hueca.
Aquí viene bien la frase de Bertrand Russell: “Lo más difícil en la vida es saber qué puente hay que cruzar y qué puente hay que quemar”. Seguir a Jesús es justo eso: decidirnos a cruzar hacia una vida más libre y más justa, y tener el coraje de quemar los puentes que nos atan al egoísmo, a la injusticia y a una fe sin compromiso.
Pero encontrar la clave no es tarea fácil.
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