La pascua de los camaleones
Decía mi abuelo en los últimos años de su vida y en ese
tono apocalíptico que les caracteriza a los que rondan los cien años, que las
cosas estaban últimamente “patas arriba”. Yo no sé si es porque rondo ya el
medio centenar de años, pero pienso cada vez más como él: ciertamente las cosas
ya no son como parecen ser que tienen que ser.
Pero hay gentes para quienes la lógica del camaleón no
tiene el objetivo de “sobrevivir” en el ambiente o “adecuarte” en el para “ser
uno de tantos”. No. Ciertos camaleones de hoy, lo son para super-vivir, para
marcar la diferencia, vamos para “dar la nota”. Que toca “montaña”, nos ponemos
con lo más explosivo del Decathlon, que toca “playa”, no nos faltan las gafas
de sol aviator classic, flash o full
color…; que toca gris, gris, que toca negro, negro, que toca púrpura, púrpura. Aunque
reconozco que nada más explosivo como el carmesí, anhelado por unos y lucido
por otros. Las células del camaleón hoy
se volverían locas para producir tal gama de colores con la sola excusa de “llamar
la atención”, y desde luego muy lejos de esa humilde lógica galilea del sentido
común. Lo dicho, como decía mi abuelo: “el mundo patas arriba”.
Y para colmo, el otro día, no sé si en una televisión
local, regional o nacional, vi la imagen de un Cristo nazareno en procesión que,
bajo su sentida túnica, se le adivinaba camisa de blanco impoluto, en cuyas
mangas destacaban sendos gemelos. Nada que objetar desde el punto de vista
estético, ahora bien, el contraste del brazo engemelado agarrando la cruz, se antojaba brazo perdido como un
santo sin paraíso, por no poner otra de las magníficas y explosivas
comparaciones del siempre sugerente cantar de Joaquín Sabina.
Pero no está todo perdido estimado oyentes, estamos en
Pascua. Porque si algo aprendemos en el Triduo Pascual es que más allá de las
traiciones que devienen en negaciones, todo puede volverse a encontrar si
optamos por regresar a Galilea. Allí, en Galilea, todo vuelve a cobrar sentido;
por ello, hasta ese lugar manda el ángel evocador de la Resurrección a las
mujeres que, ingenuas ellas, iban a revestir a Jesús con los colores
definitivos de la muerte. Y es que, tras el experimento de la capital, Jerusalén,
el auténtico discipulado se refundó en las periferias galileas.
En esto, fíjense, Jesús fue un camaleón díscolo. Murió
cuando tocaba vivir, y vivió cuando tocaba morir. En él, el cambio de color,
era por amor. Entiéndame, amor no del propio, sino de ese que tiene capacidad de
humanizar nuestra historia, llenándola
de dignidad.
Otra
Pascua, además de no ser posible y ser irreverente, no deja de ser más que un
cuento de charlatanes o una charlotada de cuentistas.