domingo, 30 de abril de 2017

DOMINGO III DE PASCUA. EL EVANGELIO DEL 29 DE ABRIL.

EVANGELIO
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?»
Ellos se detuvieron preocupados.
Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?»
Él les preguntó: «¿Qué?»
Ellos le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; como lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace ya dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.»
Entonces Jesús les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?»
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída.»
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.
Ellos comentaron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.»
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.


Lucas   24, 13-35

COMENTARIO

Los textos de las apariciones de Jesús Resucitado son sencillamente geniales. De rotundo cariz didáctico y con unas huellas de historicidad muy necesitadas de ser interpretadas, cada una de las experiencias que nos transmiten los evangelistas en este sentido, se convierten para el creyente de hoy en modelos de creencia muy real. Tan real, que uno puede verse reflejado en ellos. Por eso son geniales.

El texto de hoy, los discípulos de Emaús, es la historia de un modelo de discipulado en el que están necesariamente unidas actitudes tan contradictorias en el creer tales como el fracaso y el triunfo, la huida y la cercanía, la indiferencia y la pasión…

La historia es bien conocida. Dos discípulos que peregrinan del desengaño y el fracaso, a la confesión de fe más bella que existe en todo el Nuevo Testamento:  “¿No ardía nuestro corazón…?”. Cuando leo el texto y me acuerdo del parsimonioso recitar del credo en la eucaristía dominical, pienso que en el noble intento de puntualizar tanto la fe, la hemos convertido en una “buen concepto” pero en una “experiencia muerta”. Sinceramente, creo que el mejor credo que podríamos rezar en misa cada domingo tendría una sola pregunta: ¿ha ardido hoy, aunque sólo haya sido un poquito, tu corazón?

Hoy sería un error predicar que aquellos discípulos todavía estaban por hacer y que por eso caminaban en dirección contraria a Jerusalén hasta que se encontraron de nuevo con el Señor; y cuando se lo encontraron ¡les cambió la vida!. No. No es eso.

Emaús se da todos los días, no hay discipulado sin momento de huida, no hay comunidad sin dificultad para convivir, no hay Eucaristía sin trance de egoísmo. El discípulo lo es siempre en el intento. Les pasó a los de Emaús, le pasó a Pedro, les pasó a Santiago y Juan…. nos pasa a todos.

Podemos caer en el error de pensar que nosotros estamos en mejor condición para creer que aquellos discípulos desengañados; o podemos pensar también que gracias a la “negación” de los primeros discípulos, nosotros ya estamos advertidos de lo que significa creer, y consecuentemente, creemos mejor. Pero esta manera de pensar es un error. Sinceramente pienso que mucha de las “clarividencias” que tiene  nuestra iglesia hoy, está intoxicada por la influencia de ese discípulo sabelotodo que nunca tiene crisis de fe.

Si el evangelio es palabra viva, aún, lo es porque refleja la vida de hoy. Cuando el evangelio deja de expresar vida y se convierte sólo en concepto, no es más que una letra muerta, una experiencia caduca y un relato prescindible.




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