En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: «Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho.»
Jesús le contestó: «Voy yo a curarlo.»
Pero el centurión le replicó: «Señor, no soy quien para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y m¡ criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace.»
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos.»
Jesús le contestó: «Voy yo a curarlo.»
Pero el centurión le replicó: «Señor, no soy quien para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y m¡ criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace.»
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos.»
Mateo 8, 5-11
La acción transcurre en la ciudad de Cafarnaún, situada en la región
de Galilea, a orillas de lago de Genesaret. El protagonista es un centurión;
una especie de capitán que tenía a su cargo la custodia de ochenta soldados.
Aparece la figura de un centurión que le espera. Los soldados
mercenarios de aquellos tiempos, no eran ninguna joya, vivían enrolados en los ejércitos
que mejor les pagaban. Es fácil imaginar a un centurión revestido de su poderío
militar. Al fin y al cabo, todos los revestimientos poderosos son así, fuertes
por fuera, frágiles por dentro.
Y de frente Jesús. Haciendo un poco uso de la imaginación (también
como técnica interpretativa), yo me imagino a Jesús revestido del poder del “rabino
judío”; tal revestimiento le llevaría, como en alguna otra ocasión le pasó, a aplicarle
al centurión la respuesta típica de la religión: “centurión no me pidas un imposible religioso, la salvación-sanación es
solo para los judíos”.
Pero en ese instante se produce el milagro; el centurión renuncia
a su poderío militar y saca a la luz al ser humano frágil que lleva dentro.
¡Qué cosas! La herida que no consigue hacer la espada del enemigo, lo consigue
la enfermedad de su hijo gravemente enfermo.
Y Jesús, que ya debía estar entrenado en el cada vez más
frecuente olvido sensato de la Ley cuando ante sí mismo sólo había un corazón dañado,
renuncia a la coraza religiosa de perfección de la que tantas veces hacían gala
los judíos del momento.
El centurión revela lo mejor del ser humano: un corazón que
siente; y Jesús revela al mejor Dios conocido hasta el momento: un poder que
sólo sabe y sólo quiere amar.
Y lo que podría saber sido un choque de poderes, se convierte en
un encuentro de deseos. Y se produce el milagro.
Porque, efectivamente, milagro es que las personas aprendamos a mirarnos
el corazón, a sentirnos como prójimos y a prestarnos nuestro interior para
sanar las heridas.
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