EVANGELIO
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano imbécil, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama renegado, merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito, procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto”.
Mateo 5, 20-26
Hoy el
evangelio se entiende con notabilísima evidencia. Es de agradecer, puesto que
los contextos culturales en otras ocasiones suponen un velo que dificultan su
compresión.
Pero la suma
evidencia nos compromete y de qué manera. Da la sensación en el evangelio de
hoy de que la única dificultad para acceder “en gracia” al templo es la constancia
personal de haber hecho daño a alguien. Y esa sensación me parece de un
envidiable sentido común.
Efectivamente,
la ofensa al hermano pone en cuestión la “amistad con Dios”, según afirma
Jesús. Esto significa que a Dios, según la lectura de hoy, no se le puede
ofender directamente. Se “ofende” a Dios, cuando se daña al hermano, incluso
cuando ese daño se produce sólo en tu fuero interno.
“Ofender”,
viene del latin, y significa precisamente “golpear” o “herir”. Es sugerente la
imagen. Desde la experiencia de Jesús, causar daño al otro provoca una herida
en la misma realidad de Dios.
Yo creo que
el evangelio de hoy nos invita a devolver un poco de sensatez sobre qué es pecado
y qué no es, qué constituye una “falta religiosa” y qué no. La respuesta es
clarísima: es pecado la constancia personal de haber dañado al otro (al
hermano): “si cuando
vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano
tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a
reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
Por la misma razón, la solución a esa “espiral de
daño” está en cada uno de nosotros, y el
perdón, en principio, no necesita de “intermediarios”: ” Con el que te pone
pleito, procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino…”.
En este año jubilar de la misericordia bien haríamos
en dignificar el “sacramento de la penitencia y de la reconciliación”. Tal
dignificación, obviamente, no consiste en re-inaugurar nuevos confesonarios,
sino en madurar como personas no causando daño a los demás, y en tal caso,
aprender a acudir al hermano para “arreglarnos enseguida” (Mateo 5, 26).
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