Dios estaba fabricando el mundo. Después de
los astros, la tierra, el mar, fabricó también a las personas. Eran bellas
criaturas, con los ojos espléndidos, pero sin alma.
-“Es necesaria el alma”, sugirió el
arcángel que lo ayudaba.
-“Cierto”, dijo Dios. “Ahora la hacemos.”
Y se puso a preparar las almas. Estaba
contento, trabajaba con entusiasmo. Amasó rayos de sol con perfume de jardines,
zafiros de montaña con susurro de olas marinas… y las almas salían del
laboratorio todas adornadas y brillantes. Entonces el Padre bajó a la tierra y
distribuyó un alma a cada persona.
Pero como aquel día llovía, algún alma
llegó a destino un poco deteriorada. Y un día una persona –una de aquellas que
había recibido un alma algo estropeada- tuvo el impulso de decir una mentira,
una mentira de nada, así de pequeña; pero era el primer hijo de la inmensa red
de engaños.
Dios, que lo sabe todo, se dio cuenta.
Reunió a sus hijos de la Tierra y les dijo que no se debe mentir.
-“Por cada mentira que digáis, arrojaré
sobre la Tierra un granito de arena.”
Los hombres no hicieron caso. En aquel
tiempo no había arena sobre la Tierra; y con todo aquel verde, ¿qué importancia
podía tener un granito de arena? Así fue como, después de la primera mentira
vino la segunda, y tras ésta la tercera y la cuarta… La lealtad iba
desapareciendo, el fraude y el engaño invadían el mundo.
Dios por cada mentira arrojaba un granito
de arena; pero a un cierto punto, ya no pudo más, y tuvo que ser ayudado por un
ejército de ángeles y de arcángeles.
Cayeron del cielo torrentes de arena, y la
Tierra, el bello jardín florido, empezó a ajarse. Vastas zonas terrestres se
cubrieron de arena: era el desierto. Sólo aquí y allá, donde todavía vivía
alguna buena persona, quedaron restos de oasis. Pero como la calamidad continúa
difundiéndose, no está excluido que un día, por culpa de las mentiras, la
Tierra se convierta toda en un inmenso desierto…
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