sábado, 22 de agosto de 2015

EL EVANGELIO DEL DÍA 22 DE AGOSTO

SANTA MARÍA, REINA.

EVANGELIO
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. 

El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. 

El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.» 
Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?» 
El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.» 
María contestó: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y la dejó el ángel.


Lucas  1, 26-38
COMENTARIO

La advocación de Santa María Reina, que pasa desapercibida en el calendario litúrgico, está presente en muchos pueblos cuando desde que se puso de moda consagrar los pueblos a imágenes de "cristos" y "vírgenes". La fotografía que acompaña al comentario pertenece a la imagen de María, Reina, que podemos observar en el "Cerro del Pino" de Hellín.

Os dejo hoy con una reflexión de una buena teóloga y excepcional mujer, desde su vocación religiosa: Mª Dolores Aleixandre:

María del Evangelio:

"Isabel la llamó bendita y dichosa (Lc 1,42.45); llena de gracia, había dicho el ángel en la anunciación. Pero la devoción de los creyentes no podía contentarse con eso y, a lo largo de los tiempos, mariólogos y poetas, pintores y escultores, orfebres, músicos y plateros han derrochado para ella lo mejor de su imaginación creadora y de la habilidad de sus manos. 



La Iglesia la ha coronado con dogmas y encíclicas y ha puesto a sus pies consagraciones, oraciones y celebraciones litúrgicas.

Muchos cristianos de hoy, desde una sensibilidad diferente, se sienten con frecuencia lejos de esa magnificencia que nos la ha arrebatado hacia una región etérea y distante, poblada de mayúsculas, de superlativos y de cabezas de angelitos incorpóreos, como esos que rondan las peanas de las estatuas.

María, la humilde esclava del Señor (Lc 1,38), convertida en Celestial Princesa y Reina. María disfrazada de gran señora en tantas imágenes que nos hacen olvidar que ella sería hoy de las que van a lavar la ropa de una de esas señoras. 

El calificativo "mariano" tomado en vano en tiendas de souvenirs, en agencias de viajes y en rivalidades de cofradías. Los santuarios marianos teniendo que proteger con puertas blindadas y alarmas los tesoros de la que tuvo que acogerse, en la presentación de su niño en el templo, a la excepción que preveía la ley en favor de los pobres.

María educando a Jesús en Nazaret desde abajo y enseñándole a hacer la experiencia de la libertad y de la gracia precisamente en la sujeción a las leyes lentas y trabajosas del crecimiento humano (Lc 2,51-52), y nosotros empeñados en exaltarla con grandes títulos con mayúscula, y tan desmemoriados, en cambio, para recordarla en sus minúsculas: vecina de un pueblo de fama dudosa (Jn 1,46), sierva del Señor y sirvienta de su prima embarazada (Lc 1,39), humillada por las sospechas sobre el origen de su maternidad (Mt 1,19), desconcertada por la conducta y las respuestas inesperadas de Jesús (Lc 2,50), despojada de todo privilegio de posesión sobre él (Lc 8,21), vencida junto a su hijo, fracasado y ajusticiado fuera de la ciudad (Jn 19,25)...

Y, sin embargo, son precisamente esas minúsculas las que la convirtieron en Madre de Cristo y Madre de la Iglesia. Es sobre el polvo de esas minúsculas sobre el que sopló el aliento de Dios; es con ese barro con el que sus manos modelaron la vasija más bella; es la arcilla de aquella vida tan dócil, tan en la sombra, la que el Padre transfiguró para que le guardase su mejor tesoro.

Ella, que estuvo más tiempo que nadie cerca de Jesús, asistió en silencio contemplativo al cuajar de su personalidad y a los primeros pasos de aquella vida extrañamente libre. Ella supo perder el miedo a desaparecer y a gastarse, según las leyes de la sal y de la luz (Mt 5,13-16).

Dios se había arriesgado a entregarle su Palabra, hecha debilidad humana (Jn 1,14), y a entregarle también la palabra, porque iba a ser en las palabras sencillas de aquella mujer con acento galileo donde iba a aprender su hijo a nombrar las cosas elementales de la vida.

María fue tejiendo pacientemente en Nazaret el lenguaje humano del Verbo, con la misma naturalidad con que cualquier mujer enseña a hablar a su hijo y se convierte entonces realmente en madre. Sin embargo, la grandeza de María no le viene de la sublimación de su función materna, sino de su relación con la Palabra (Lc 11,2-28).

María supo guardar la Palabra (Lc 2,51) y aceptar silenciosamente situaciones que no comprendía (Lc 2,50). Supo retirarse sin decir nada, abriéndose a la novedad de que Jesús consideraba "madre y hermanos" a todos los que escuchasen su palabra (Mc 8,21) y supo permanecer silenciosa junto a la cruz, porque allí la palabra definitiva era la del amor fiel llevado hasta el fin (Jn 19,25). Pero supo tambiéndiscernir cuándo era tiempo de preguntar (Lc 1,34;2,48) y cuándo era tiempo de intervenir y persuadir: No tienen vino...Haced lo que él os diga (Jn 2,4-5).

Por eso hoy podemos llamarla con alegría: María del Evangelio. Un Evangelio que nacía entre sus manos cuando mezclaba la levadura con la masa para hacerla fermentar, o cuando, al repasar un manto, explicaba por qué no le ponía un remiendo de tela nueva. 

Un Evangelio que nacía cada noche en el candil que ella encendía y colocaba bien alto para que alumbrase la casa entera. O cada vez que abría el viejo arcón, que olía a espliego y a limpio, para buscar en él algo antiguo o algo nuevo. Y Jesús aprendía, casi sin darse cuenta, a qué se parece el Reino.

Podemos recobrar también el talante evangelizador junto a ella, que caminaba de prisa por los montes de Judea con la buena noticia dentro, para llevar compañía y servicio, para llenar de alegría y de brincos de gozo a los dos primeros evangelizados del Nuevo Testamento. 

María, que no entendía de desencantos ni de crepúsculos, porque todo en ella estaba recién amanecido, como acabado de salir de las manos del Creador, puede ayudarnos a sacudir el polvo cansado de nuestras sandalias, la fatiga de nuestra agenda y de nuestro reloj".

Mª Dolores Aleixandre








    

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