Hace mucho
tiempo, en un lugar remoto de Asia un joven rey gobernaba a su pueblo con
justicia y sobriedad. Este rey se ocupaba del bienestar de sus súbditos, los
impuestos que cobraba eran los imprescindibles para cubrir eficazmente las
necesidades generales y dedicaba su jornada a atender puntualmente los asuntos
de estado.
En el reino
había paz y prosperidad. Y a su lado siempre estaba su fiel y sabio consejero,
que ya había servido como tal a su padre.
Pero un día, el
joven rey dijo en una comida a su mayordomo:
-Estoy cansado
de comer con estos palillos de madera, soy el rey, así que da orden al orfebre
de palacio de que me fabrique unos palillos de marfil y jade.
Oída esta orden,
el consejero se dirigió inmediatamente al soberano:
-Majestad, os
pido que me relevéis lo antes posible de mi cargo. No puedo serviros por más
tiempo.
El monarca,
extrañado, preguntó cuál era el motivo de aquella repentina decisión.
-Es por los
palillos, señor -respondió el consejero-. Ahora habéis pedido unos palillos de
jade y marfil, y mañana querréis sustituir los platos de barro por una vajilla
de oro. Más adelante desearéis que vuestros vestidos de tela sean reemplazados
por otros de seda. Otro día, en vez de conformaros con comer verduras y cerdo,
solicitaréis lenguas de alondra y huevos de tortuga. De este modo, llegará el
momento en que vuestros caprichos y el mal uso del poder os harán ser injusto
con vuestro pueblo. Entonces, yo me rebelaré contra su majestad, y por nada del
mundo deseo ver amanecer ese día.
Dicen que el rey
canceló la orden dada al orfebre y siguió comiendo con sus palillos de madera.
Desde ese día fue llamado y conocido por todo el reino como «el Prudente».
Y conservó al
viejo consejero a su lado hasta su muerte.
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