Alrededor de Jesús
están sentados en corro sus discípulos y discípulas, los que le siguen y
reciben sus enseñanzas y tratan de vivirlas porque en ellas encuentran la
verdadera realización de sus vidas. Tal vez están en una humilde casa en
Cafarnaún, en donde hay lugar para todos: los niños, los jóvenes y los viejos; las mujeres y los hombres, todos
como iguales y solidarios unos con otros.
Se presenta la
familia de Jesús: su madre y sus hermanos, esos que quisieron llevárselo de
vuelta a su casa y al taller de Nazareth, pensando que estaba loco (Mc 3,20-21);
lo llaman desde afuera; tal vez quieren convencerlo por las buenas de que se
deje de enseñanzas peligrosas, de curaciones problemáticas que lo hacen
sospechoso ante las autoridades religiosas judías...
La respuesta de
Jesús es tajante: su madre, sus hermanas y hermanos de verdad, son los que
escuchan sus palabras y las ponen en práctica porque así cumplen la voluntad de
Dios. Somos nosotros, si queremos y escuchamos el evangelio y lo hacemos nuestra
vida.
Con frecuencia
afirmamos que la familia es la unidad básica de la sociedad y de la iglesia,
que ella es el ámbito normal de nuestra realización personal y comunitaria.
Pero no debemos engañarnos: será así si la familia, todos y cada uno de sus
miembros, se abre a las palabras del evangelio de Jesús, a la realización de la
voluntad de Dios. Si en la familia hay respeto mutuo, servicio desinteresado de
los unos por los otros, perdón de las ofensas y acogida de los más débiles y
necesitados.
Será así si se
trata de una verdadera familia cristiana en la que todos buscan hacer lo que
Dios quiere. De lo contrario la familia, cerrada y egoísta, cuyos miembros no
se aman ni se perdonan y sólo piensan en sí mismos, puede el mayor obstáculo
para la realización personal de sus miembros.
La desconcertante
respuesta de Jesús también hay que situarla en el marco de la preocupación que
tenían las primeras comunidades que leen el evangelio: La sociedad judía era
muy propensa, -al igual que otras culturas-, a encerrarse sobre los clanes
familiares y su propia etnia. Frente a esta postura cerrada, aparecen
afirmaciones como la del evangelio de hoy que promueven un cristianismo abierto
a toda raza y cultura.
El cristiano conserva y promueve el valor de la universalidad. Ya los
antiguos profetas de Israel criticaron fuertemente la conciencia exclusivista
que tenía el pueblo de Dios, incapaz de comprender que la salvación prometida
por Yahvé trascendía fronteras y razas.
El cristiano ha de crear un clima positivo en el que sea posible vivir valores
de mundialidad y solidaridad planetaria. Ajeno a visiones excesivamente
particularistas, se sumerge en la aldea global para proclamar la dignidad de
todas las personas. Evita crear fronteras que enfrentan y dividen. Propone la
posibilidad de ser «ciudadanos del mundo».
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