martes, 27 de enero de 2015

EL EXCLUSIVISMO JUDÍO


Alrededor de Jesús están sentados en corro sus discípulos y discípulas, los que le siguen y reciben sus enseñanzas y tratan de vivirlas porque en ellas encuentran la verdadera realización de sus vidas. Tal vez están en una humilde casa en Cafarnaún, en donde hay lugar para todos: los niños, los jóvenes y los viejos; las mujeres y los hombres, todos como iguales y solidarios unos con otros.

Se presenta la familia de Jesús: su madre y sus hermanos, esos que quisieron llevárselo de vuelta a su casa y al taller de Nazareth, pensando que estaba loco (Mc 3,20-21); lo llaman desde afuera; tal vez quieren convencerlo por las buenas de que se deje de enseñanzas peligrosas, de curaciones problemáticas que lo hacen sospechoso ante las autoridades religiosas judías...

La respuesta de Jesús es tajante: su madre, sus hermanas y hermanos de verdad, son los que escuchan sus palabras y las ponen en práctica porque así cumplen la voluntad de Dios. Somos nosotros, si queremos y escuchamos el evangelio y lo hacemos nuestra vida.

Con frecuencia afirmamos que la familia es la unidad básica de la sociedad y de la iglesia, que ella es el ámbito normal de nuestra realización personal y comunitaria. Pero no debemos engañarnos: será así si la familia, todos y cada uno de sus miembros, se abre a las palabras del evangelio de Jesús, a la realización de la voluntad de Dios. Si en la familia hay respeto mutuo, servicio desinteresado de los unos por los otros, perdón de las ofensas y acogida de los más débiles y necesitados.

Será así si se trata de una verdadera familia cristiana en la que todos buscan hacer lo que Dios quiere. De lo contrario la familia, cerrada y egoísta, cuyos miembros no se aman ni se perdonan y sólo piensan en sí mismos, puede el mayor obstáculo para la realización personal de sus miembros.

La desconcertante respuesta de Jesús también hay que situarla en el marco de la preocupación que tenían las primeras comunidades que leen el evangelio: La sociedad judía era muy propensa, -al igual que otras culturas-, a encerrarse sobre los clanes familiares y su propia etnia. Frente a esta postura cerrada, aparecen afirmaciones como la del evangelio de hoy que promueven un cristianismo abierto a toda raza y cultura.

El cristiano conserva y promueve el valor de la universalidad. Ya los antiguos profetas de Israel criticaron fuertemente la conciencia exclusivista que tenía el pueblo de Dios, incapaz de comprender que la salvación prometida por Yahvé trascendía fronteras y razas.

El cristiano ha de crear un clima positivo en el que sea posible vivir valores de mundialidad y solidaridad planetaria. Ajeno a visiones excesivamente particularistas, se sumerge en la aldea global para proclamar la dignidad de todas las personas. Evita crear fronteras que enfrentan y dividen. Propone la posibilidad de ser «ciudadanos del mundo».

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