En tiempos de Jesús existían dos respuestas a la
pregunta sobre el número de personas que iban alcanzar la salvación.
La primera respuesta era la ofrecida por los fariseos
y escribas: sólo se salvarían los miembros del pueblo de Israel.
La segunda respuesta era la ofrecida por grupos
cercanos a los predicadores apocalípticos. Estos predicadores anunciaban un
inminente final de la historia. Cuando aconteciera el final de la historia
serían tan sólo unos pocos los que alcanzarían la salvación.
Para Jesús lo que importa no es el número de los
salvados, sino el esfuerzo que cada uno realiza. Jesús recurre para ello a la
imagen de la puerta estrecha. Luego vuelve a criticar la cerrazón étnica y
religiosa de los judíos, y a proclamar la universalidad de su mensaje.
Israel, está simbolizado por ese grupo de personas
que llama a la puerta después que ésta se ha cerrado. Desde adentro, el Señor
responde que no los conoce y que tampoco sabe de dónde vienen. Ellos protestan
y hacen ostentación de su cercanía con el anfitrión del banquete.
El Señor no considera estas acciones como válidas.
No son los encuentros y lugares aludidos los que establecen una comunión con el
Señor de la casa. Para esa comunión se requiere un compromiso constante con el
bien.
De todo esto brota una afirmación: los judíos
incrédulos no tendrán parte en el banquete del Reino, quedan «fuera de él». Por
el contrario, los paganos venidos de lejos, desde los cuatro puntos cardinales,
se sientan con los prohombres del pueblo elegido. Como conclusión se señala la
superación de los exclusivismos de grupo o de raza: «hay últimos que serán
primeros y primeros que serán últimos».
El texto de hoy invita al cristiano a mantener una
visión amplia y abierta, sin estrecheces de miras.
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