Con motivo del tercer centenario de los Principia
de Newton, en 1987, el papa Juan Pablo II organizó un Congreso Internacional. En una carta
que antepuso a las actas, publicadas con un título significativo Física,
Filosofía y Teología: Una búsqueda en común, refleja con vigor y claridad el
nuevo clima.
En él proclama la legitimidad de la diferencia
entre ciencia y religión, mientras respeten la autonomía de cada una y procedan con espíritu
de diálogo: Mientras continúen el diálogo y la busca en común, se avanzará
hacia un entendimiento mutuo y un descubrimiento gradual de intereses comunes,
que sentarán las bases para ulteriores investigaciones y discusiones. Qué forma
adoptará esto exactamente, tenemos que dejárselo al futuro.
Procediendo así, "la ciencia puede liberar
a la religión de error y superstición; la religión puede purificar a la ciencia
de idolatría y falsos absolutos". Y la beneficiaria será la humanidad como tal, como hace
poco recordaba Benedicto XVI: En la gran empresa humana de la lucha para
descubrir los misterios del hombre y del universo, estoy convencido de la
urgente necesidad de continuar el diálogo y la cooperación entre los mundos de
la ciencia y de la fe para la construcción de una cultura de respeto del ser
humano, de su dignidad y su libertad; para el futuro de la familia humana y
para el desarrollo sostenible a largo plazo de nuestro planeta.
Hace falta, pues, barrer los restos obsoletos de
desconfianza religiosa ante los avances de la ciencia, por un lado, y de rancia
mentalidad positivista, por otro: condenar el evolucionismo en nombre de la
religión resulta tan anacrónico como basar el ateísmo en la ciencia. Y, desde
luego, se impone evitar esa persistente mezcla de planos que lleva a seguir
pensando que la ciencia ocupa el todo de la realidad, de suerte que cuanto más
avance ella más retrocedería la religión, hasta que el avance científico
acabase matando el espíritu religioso.
Sigue siendo urgente tomar en serio, por lo menos
como alerta, el dicho diversamente repetido, desde Fray Luís de León, pasando
por Francis Bacon a Carl von Weiszäcker: la poca ciencia aleja de Dios, la
mucha lleva la Él
(o, digamos más modestamente, puede llevar a Él) .
Desde una concepción crítica y abierta tanto del espíritu
religioso como de la racionalidad científica, no tiene sentido ver en las
ciencias "vástagos parricidas" que -en progreso à la Comte- irían
matando poco a poco la madre que las albergó en la infancia cultural. Por el
contrario, llama a considerarlas cómo "hijas emancipadas", que desde
su perspectiva específica contribuyen al bien de la única y común humanidad. Es
hora de pasar por fin de la guerra a la colaboración, de la polémica
intransigente al diálogo fraterno.
Andrés Torres Queiruga
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