EVANGELIO
El evangelio de hoy puede sonar, a primera vista, como un golpe demasiado duro: “Si alguno viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos…”. Tomado al pie de la letra, desfigura el corazón del mensaje de Jesús.
Pero Él no estaba promoviendo el desprecio a la familia, sino cuestionando de raíz un proyecto de vida que había vertebrado al judaísmo: la obsesión por la tierra prometida y por sentirse un pueblo “único” y “elegido”.
En su origen, aquella intuición tenía nobleza: tierra y familia eran entendidos como signo de bendición. Pero cuando la promesa se vuelve excluyente y elitista, deja de tener sentido. Jesús se enfrenta a esa versión empobrecida de la religion y propone un horizonte más ancho: no la tierra como posesión, sino la comunidad como espacio de encuentro; no la familia como refugio de privilegios, sino el prójimo como hermano de carne y hueso. Donde el judío decía “tierra” y “linaje”, Jesús responde con “nosotros”, con la vida compartida, la misericordia concreta.
Por eso sus palabras suenan tan radicales: “dejar padre, madre, hermanos…”. No se trata de cortar los lazos afectivos, sino de relativizarlos cuando se convierten en ídolos que nos ciegan. Seguir a Jesús es un proyecto exigente, y de ahí la invitación a “calcular las fuerzas”, como quien mide antes de levantar una torre o lanzarse a una batalla. No es un llamamiento a la imprudencia heroica, sino a la lucidez: para seguirle hay que saber a qué se renuncia y qué prioridades ocupan de verdad el centro.
Hoy también nosotros cargamos con nuestras “obsesiones”: la seguridad económica, el prestigio, la imagen social, incluso ciertas formas de religiosidad que, disfrazadas de devoción, no son más que refugios del ego. Hacer la lista de esas cosas “segundas” que ocupan el lugar de lo primero es ya un signo de conversión.
Y al mismo tiempo, Jesús no nos pide una perfección imposible. Hay que ser compasivos con nuestros límites y con los de los demás. El camino del discipulado no se mide en rectas impecables, sino en pasos sinceros.
Como escribió Joaquín Sabina, “es difícil salir ilesos de esta magia en la que estamos presos”. El pueblo de Israel tenía sus magias absorbentes; nosotros tenemos las nuestras. La pregunta es: ¿cuáles son? Y, sobre todo, ¿nos atrevemos a dejarlas a un lado para que el centro de la vida sea el amor compartido?
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