–Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora: cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.
El me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.
Si alguien le hubiera preguntado a Jesús: “¿Cómo es tu Dios?”, no habría respondido con ideas abstractas ni definiciones complejas. Habría hablado desde su propia experiencia: “Para mí, Dios es el Padre que me ama y me envió. Soy yo mismo, el Hijo, que vine a mostrarlo. Y es también el Espíritu, que me da fuerza y me acompaña”.
Eso es lo que llamamos la Trinidad. No es un rompecabezas que hay que resolver, sino la forma en que Jesús vivió a Dios: como relación, como amor que se da, como cercanía.
Y lo interesante es que cada uno de nosotros también tiene su propia experiencia de Dios. Algunos se acercan a Él desde el conocimiento, estudiando, pensando, preguntándose. Otros lo encuentran más en el corazón, en lo que sienten, en los momentos de consuelo o de silencio. Todo eso está bien. Dios se deja encontrar por muchos caminos.
Es como si nos preguntaran qué es el sol. Uno puede hablar de su energía, de los elementos que lo componen, de cómo funciona. Otro dirá: “Para mí, el sol es la luz que me despierta cada mañana”. Y otro: “Es el calor que me reconforta”. Todos tienen razón. Cada uno ve una parte, pero el sol es todo eso y más.
Así también con Dios. Podemos vivirlo de muchas maneras, pero si lo hemos conocido de verdad —como lo conoció Jesús—, hay algo que no puede faltar: el cuidado. Porque el rostro de Dios que muestra Jesús es el de un Dios bueno, que cuida, que acompaña, que nunca se aleja.
Y aquí viene algo importante: si mi experiencia de Dios me está alejando de los demás, si me hace mirar con juicio, con desprecio o con superioridad... entonces, probablemente no estoy creyendo en el Dios que Jesús vivió. Porque el Dios verdadero no divide, no enfrenta, no excluye. Une, sana, y nos enseña a mirar al otro con la misma ternura con la que Él nos mira.
Como el sol, que no pregunta quién lo merece. Simplemente calienta, ilumina y da vida.
Así es Dios. Así lo vivió Jesús. Y así estamos llamados a vivirlo también nosotros.
En la película Calvario, del año 2014, En una conversación honesta, uno de los personajes, profundamente herido por la vida y por la Iglesia, le dice al sacerdote (padre James):
Personaje:
“No creo en Dios. Y si existe, no me gusta cómo lo representan.”
Y el padre James responde con calma:
Padre James:
“Tal vez no has conocido al verdadero Dios. El verdadero no quiere hacerte daño. El verdadero está en el que se queda a escucharte aunque no entienda tu rabia.”
Si la imagen de Dios que llevamos nos separa de los demás, nos vuelve duros, cerrados, incapaces de escuchar o de quedarnos junto al otro... entonces probablemente esa imagen no es verdadera. Jesús no vino a imponer una idea de Dios. Vino a mostrarnos a un Dios que abraza, sufre con nosotros, y cura nuestras heridas. Padre, Hijo y Espíritu: no para dividir, sino para unirnos desde el amor.
Cada uno tiene su experiencia de Dios —más racional, más emocional, más íntima o más comunitaria—, pero ninguna experiencia auténtica de Dios nos puede llevar a despreciar o enfrentarnos al prójimo.
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