martes, 28 de septiembre de 2021

EVANGELIO DEL MARTES 28 DE SEPTIEMBRE. SEMANA 26 DEL TIEMPO ORDINARIO



EVANGELIO

Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante. De camino, entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento.
Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?» Él se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea.

Lucas   9, 51-56

COMENTARIO

Los judíos consideraban a los samaritanos algo así como judíos de segunda división: despreciables en lo social, malos en lo moral y herejes en lo religioso. Por si fuera poco, de camino hacia Jerusalén, unos samaritanos niegan a Jesús y a sus discípulos las mínimas consideraciones sobre la hospitalidad, que era una ley sagrada para los judíos.

En esta contexto hay que entender la reacción de los discípulos de Jesús: “¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?”. Obviamente Jesús se distancia de esta postura.


Cuando traemos el texto al hoy de nuestra vida, quizás resulte complejo extraer un paralelismo para poder aplicar su significado a nuestra vida. En cualquier caso saltan a la vistas dos actitudes que rondan el mensaje que revela este texto.


En primer lugar, cabría preguntarnos si echamos mano frecuentemente en nuestra vida al prejuicio moral como criterio de etiquetaje religioso. Desde el evangelio de Jesús, a más pecado más cercanía de Dios ( o al menos eso parece destacarse de un modo especial en el evangelio de la misericordia de Lucas). No estaría mal, en ciertas ocasiones, “suspender el prejuicio” e intentar llegar al corazón de la persona, por encima de su contexto vital.


En segundo lugar, cabría también interesarnos por el estado de nuestra capacidad de escucha, atención y valoración del que es “diferente”. A veces lo resolvemos todo con “fuego”: o conmigo o contra mí. Sería bueno detectar las ocasiones en las que mis actitudes, incuestionables para los de mi círculo,  “dejan fuera” a otros de otros círculos, convirtiéndonos en “fundamentalista de mí mismo”.


Y lo peor que nos puede pasar a los hombres y mujeres de religión, es ceder ante esta indolente intolerancia que da por bueno que alguien debe “quemarse” para que otros conserven su eterna, superficial y sospechosa frescura.


 



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