EVANGELIO
En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
- «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.»
Jesús se volvió y dijo a Pedro:
- «Ponte detrás de mí, Satanás, que eres para mi una piedra de tropiezo; tú piensas como los hombres, no como Dios.»
Entonces dijo Jesús a sus discípulos:
- «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a si mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará.
¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, sí arruina su vida?
¿O qué podrá dar para recobrarla?
Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
- «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.»
Jesús se volvió y dijo a Pedro:
- «Ponte detrás de mí, Satanás, que eres para mi una piedra de tropiezo; tú piensas como los hombres, no como Dios.»
Entonces dijo Jesús a sus discípulos:
- «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a si mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará.
¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, sí arruina su vida?
¿O qué podrá dar para recobrarla?
Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»
Mateo 16, 21-27
«¿Qué vida entrego yo, Señor, si no me falta de nada? ¿Qué puedo saber yo realmente sobre lo que es dar la vida, si me siento tan tibia?». Me he ido llenando de posesiones buenas, de actos que no están mal, de palabras que me justifican y le dan cierto sentido a lo que vivo...; pero, a solas conmigo misma, lo que me brota dentro es: «apártate de mí, Señor, porque aún soy una mujer con mi vida celosamente guardada».
Me han venido a la cabeza estas palabras de una reflexión de Mariola López Villanueva, porque ciertamente puede ser la experiencia de muchos de nosotros cuya vida, aún siendo decididamente normal y moralmente aceptable, adolece de un deseo de propiedad y autonomía a la que no queremos renunciar en absoluto.
Este juego de pérdida y ganancia resulta altamente peligroso en una sociedad que juega con reglas claras para no perder nunca, y que apuesta de vez en cuando con cálculo asumido de daños colaterales.
En la mística de Jesús la ganancia es real, pero la pérdida también. De ahí que su mensaje sea siempre conflictivo. El evangelio de hoy anuncia la resurrección (ganancia) pero por el camino extrañamente necesario de la cruz (pérdida); la semilla da fruto (ganancia) pero previamente ha de enterrarse y morir (pérdida); el hijo menor en la parábola del padre bueno regresa con salud (ganancia) en el mismo instante que el padre bueno siente que su hijo mayor no quiere participar del banquete por el re-encuentro (pérdida).
Éste es el realismo de la fe cristiana. No hay magia; hay una tensión vital, en ocasiones insoportable, pero que es portadora de una irrenunciable pasión por la vida.
El camino de la felicidad no se hace de ausencia de pérdidas y de continuas ganancias. La felicidad anhelada es esa extraña mezcla de pérdida y ganancia que nos permite cada día, cada minuto extraerle a la vida su jugo de sentido. Se me ocurren tres itinerarios para llevar a cabo esta tarea:
1. Saber perder el tiempo con quienes nos necesitan, vaciarnos de nosotros mismo para que los demás encuentren en nosotros un hueco donde cobijarse; sentir que lo nuestro es estar entre-tenidos, es decir teniéndonos unos a otros, sosteniendo nuestras historias.
2. Perder protagonismos personales y monólogos que aburren y dedicarnos a embellecer las escenas de la vida donde otros puedan contarnos su historia. Cuando sólo pensamos en nosotros mismos nuestro orgullo aumenta y se despreocupa de la vida de los demás conservando sólo la nuestra. Eso nos hace perder la capacidad de asombrarnos y de dejarnos afectar por la alegría y el dolor de los demás. Un maestro espiritual de hace unos siglos, el maestro Eckhart, afirmaba que en ocasiones “hemos de saber quitarnos de en medio para que Dios y los otros puedan aparecer”
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