Jesús Resucitado, o la historia del díscolo camaleón.
Tocaba padecer de
muerte, pero quienes acudieron para poner fin a los actos funebres comenzaron a atestiguar unas huellas de vida a
mitad de camino entre la incertidumbre y la indecisión. Y desde aquellos
momentos, hasta hoy, los humanos nos debatimos en esa misma tensión: ante la
muerte, o incierta apuesta de sentido, o decisiva pasión por lo cotidiano.
Jesús de Nazaret
fue un camaleón díscolo. Le definía, más que su “adaptabilidad” al sistema, su “inadaptabilidad”.
Crítico contra una decrépita religión institucionalizada (el judaísmo fariseo)
y contra una cultura (la romana) en la que no importaba la muerte del inocente
si había que resguardar la vida del empoderado.
Al final, esto de
la Resurrección tiene mucho que ver con el cambio de color, eso sí, a destiempo.
Toca, en primavera, ponerse un poco crítico con los suaves celestes que
anuncian un tiempo estival tan repetitivo como empalagoso; y toca, en
primavera, recuperar los rojos apasionados que a Tomás entre otros, palpando sus
heridas, le recordaba la complicidad del díscolo camaleón con los heridos de su
tiempo.
Porque la Cruz,
por muy espiritualmente estética que aparezca en los crucificados barrocos o en
los carmesí que les escoltan, es la consecuencia de toda una vida inadaptada y
conflictiva. Y las Huellas de vida, tras la contemplación de un sepulcro no
deseado, hay que seguir rastreándolas más allá de los postureos religiosos y las
postmodernidades vitales del momento, humanizando nuestra historia y llenándola
de dignidad.
Sólo entonces, la
Resurrección, dejará de ser “perfomance” pascual, para convertirse en memoria
real del Viviente Eterno.
Buena Pascua de Resurrección.
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