Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante. De camino, entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento.
Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?» Él se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea.
Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?» Él se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea.
Lucas 9, 51-56
De la polémica de los judíos con los samaritanos ya hemos dejado constancia
en alguna que otra ocasión. Los judíos consideraban a los samaritanos algo así
como judíos de segunda división: despreciables en lo social, malos en
lo moral y herejes en lo religioso.
Por si fuera poco,
de camino hacia Jerusalén, niegan a Jesús y a sus discípulos las mínimas
consideraciones sobre la hospitalidad, que como hemos dicho en otro lugar, era
una ley sagrada para los judíos.
En esta contexto hay que entender la reacción de los
discípulos de Jesús: “¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe
con ellos?”. Obviamente Jesús se distancia de esta postura.
Cuando traemos el texto al hoy de nuestra vida, quizás resulte complejo
extraer un paralelismo para poder aplicar su significado a nuestra vida. En
cualquier caso saltan a la vistas dos actitudes que rondan el mensaje que revela
este texto.
En primer lugar, cabría preguntarnos si echamos mano frecuentemente en nuestra
vida al prejuicio moral como criterio de etiquetaje religioso.
Ciertamente la ética
y la religión caminan por terrenos más próximos que lejanos, pero, desde el
evangelio de Jesús, queda claro la inversa proporcionalidad que en no pocos
casos Jesús establece entre ética y religión; o dicho con otras palabras, en
Jesús, a más pecado, más cercanía de Dios ( o al menos eso parece destacarse de
un modo especial en el evangelio de la misericordia de Lucas). No estaría mal,
en ciertas ocasiones, “suspender el prejuicio” e intentar llegar al corazón de
la persona, por encima de su contexto vital.
En segundo lugar, cabría también interesarnos por el estado de nuestra
capacidad de escucha, atención y valoración del que es “diferente”. A veces lo
resolvemos todo con “fuego”: o conmigo o contra mí. Sería bueno detectar las ocasiones
en las que mis actitudes, incuestionables para los de mi círculo, “dejan fuera” a otros de otros círculos,
convirtiéndonos en “fundamentalista de mí mismo”.
Y lo peor que nos puede pasar a los hombres y mujeres de religión, es
ceder ante esta indolente intolerancia que da por bueno que alguien debe “quemarse”
para que otros conserven su eterna, superficial y sospechosa frescura.
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