Sé que el comentario de esta mañana puede estar marcadamente fuera de lugar sobre todo si lo comparamos con los acontecimientos más relevantes que están ocurriendo a nuestro alrededor. Discúlpenme si es así. Pero quería yo comentar esta mañana el final del acontecimiento televisivo al que hemos asistido esta semana. Concretamente el miércoles. Sí, me refiero al final de la serie “El Príncipe”.
Ya me imagino que expertos intelectuales en televisión
dirán que es una serie floja y que los amantes del cine de tesis o de autor
pondrán el grito en el cielo. Pero, ea!, uno está así de “mal formado”.
Reconozco que desde comencé a ver esta serie por pura casualidad, ejerció sobre
mí una enfermiza atracción.
Bueno… pues acabó el miércoles. Siempre
he pensado que esta serie tenía una estructura religiosa. Quiero decir, se
trata de un escenario que nos muestra un paraíso de paz, que se pierde porque
unos malos introducen el desorden en la vida, y aparecen entonces unos
mediadores buenos que se encargan de restablecer el paraíso pedido. Es decir,
lo que técnicamente se llama la típica secuencia religiosa narrada desde la
primera página de nuestra Biblia y otros libros sagrados: la secuencia paraíso-caída-redención.
Y si no miren la serie CSI, idéntica desde el punto de vista estructural.
En mi particular tendencia a apostar
sobre seguro, me aposté conmigo mismo cuál sería el final. Me equivoqué, presuponía
un final dulzón , o dulcificado, para no herir en exceso la sensibilidad
blandengue de nuestra cultura televisiva.
Pero va y resulta que no, el final nos dejo
a todos los fans de la serie con el
corazón partío colmo diría a aquel.
Mueren los malos, mueren los buenos y sobreviven los que saben nadar y guardar
la ropa. Por cierto, esto hace que la serie refleje muchos ámbitos de
nuestra sociedad y también de nuestra iglesia.
Porque efectivamente, más allá, de las
otras tramas que ha tenido la serie, y que ignoro si están bien tratadas porque
no me he parado a analizarlo, lo que
revela el final elegido, es que aquellos que luchan contra el mal y no
se ponen en el centro de la lucha como héroes
si no sólo como servidores, acaban pagando con su vida.
Es el caso de Fran, el policía encarnado con
la dura realidad juvenil en Ceuta y que huye permanentemente de lo
políticamente correcto, y Fátima, la chica guapa que piensa más en su familia y
su trabajo que en ella misma. Ambos mueren.
Y no mueren los que tienden a salvar su vida a toda costa (los corruptos
del CNI), y el propio Morey, el chico guapo y bueno permanentemente tensionado
entre buscar la comodidad de su corazón – es decir el amor por la chica guapa-,
o la justicia en el corazón de la sociedad, -es decir la lucha contra el mal-.
La serie da la razón a Esquilo, el gran
poeta de la tragedia griega allá por el siglo V antes de Cristo, cuando se
preguntaba el buen hombre si realmente
estamos los humanos obligados a padecer la verdad o no. Porque efectivamente, con
la verdad se va a todas partes, pero en ocasiones uno muere en el intento.
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