Una noche, el mosquito le decía a la
luciérnaga:
-“Yo no creo que haya en el mundo una
criatura más útil y al mismo tiempo más noble que yo. Si el hombre no fuere por
naturaleza un ingrato, debería estarme eternamente agradecido; de hecho, no
podría tener mejor maestra de comportamiento moral. Porque mis agudas picaduras
le ofrecen la posibilidad de ejercitarse en la noble virtud de la paciencia. Y
con el fin de que se sacuda de su inepto sueño, de día y de noche, en cuanto se
acuesta para dormir, enseguida me ocupo de picarle ya sea en la frente, en la
nariz, o en otras partes del cuerpo. También poseo en la boca una trompetilla,
con la cual, a modo de guerrero, voy tocando y proclamando mis gestas. Pero tú,
luciérnaga, ¿qué bien reportas al mundo?”.
Respondió la luciérnaga:
-“Amigo mío, temo que tú te equivocas al
juzgar entre nosotros dos. Todo aquello que crees hacer en beneficio de los
demás, en realidad lo haces pensando tan sólo en ti. Al picar a las personas,
chupas su sangre, la cual te ayuda a nutrir tu vientre; y tocando la
trompetilla, tratas de exaltar tu acción ante tus ojos y a la vista de los
otros. En realidad sólo te quieres a ti mismo. En cuanto a mí, no tengo otras
cualidades fuera de esta lucecita que arde en mi corazón. Con eso procuro
iluminar el camino a quien está envuelto en las tinieblas de la noche. Sé que
esta lucecita mía es bien pequeña, y quisiera hacer más, pero mi naturaleza no
lo permite. El poco bien que hago, lo hago en silencio, sin vocearlo alrededor.
¡Que las personas juzguen quién de nosotros dos les es de mayor provecho!”.
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