Un viejecito, ateo e incrédulo, fue a
visitar a un sacerdote. Quería que le ayudase a resolver sus dudas de fe. No
lograba convencerse de que Jesús de Nazaret hubiera resucitado. Buscaba pruebas
de la resurrección.
Cuando entró en casa del sacerdote, estaba
ya alguien hablando con él.
El sacerdote entrevió al anciano de pie en
el pasillo, y corrió en seguida, sonriente, a ofrecerle una silla.
Cuando el otro se despidió, el sacerdote
hizo entrar al señor anciano. Una vez conocido su problema, le habló largamente
y, después de un denso coloquio, el anciano de ateo se convirtió en creyente y
quiso volver a ponerse en contacto con la palabra de Dios, recibir los
sacramentos y recobró la confianza en la Virgen.
El sacerdote satisfecho, pero también un
poco sorprendido por el cambio, le preguntó:
“Por favor, después de nuestro largo
coloquio, ¿cuál ha sido el argumento que le ha convencido de que Cristo de
verdad ha resucitado y de que Dios existe?”.
“El detalle de acercarme la silla para que
no me cansase de esperar”, respondió el viejecito.
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