Nistero el Grande, uno de los siete padres
egipcios del desierto, iba un día paseando en compañía de un gran número de
discípulos, que le veneraban como a un hombre de Dios.
De pronto, apareció ante ellos un
gigantesco dragón, que parecía echar humo y fuego por sus vivos ojos.
Aterrorizados todos salieron corriendo y huyeron a esconderse tras unas grandes
rocas que allí cerca había… Nistero también corrió en busca de un refugio
seguro.
Cuando el dragón desapareció, salieron de
sus escondites y estuvieron mucho tiempo comentando lo ocurrido.
Muchos años más tarde, cuando Nistero yacía
agonizante, uno de sus discípulos le dijo:
“Padre, siempre os hemos conocido como
persona sabia y de gran entereza, capaz de afrontar hasta la misma muerte, pero
¿también vos os asustasteis el día que vimos el dragón?”
“No”, respondió Nistero.
“Entonces, ¿por qué salisteis corriendo
como todos?”
Sin pensarlo un momento, como quien ha
madurado largo tiempo la respuesta, el santo dijo:
“Pensé que era mejor huir del dragón que no
tener que huir, más tarde, del espíritu de vanidad que me hubiera producido hacer
ostentación de mi valentía en aquel momento”.
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