La liebre, conocedora de su agilidad, no
hacía más que burlarse de la tortuga que se aloja en aquellas rocas del río.
Cuando había animales delante, la humillaba más; qué patas y pies tan bonitos,
¿para qué los quieres, si eres tan lenta? Esto y más lo decía siempre con mucho
“recochineo”.
La pobre tortuga estaba tan harta ya que un
día desafió a la liebre a ver cuál llegaba primero allí donde estaba aquel
grueso árbol. La liebre soltó una enorme carcajada, al escuchar tal ocurrencia.
Casi todos los animales se lo tomaron a
broma, pero la tortuga insistió con enorme enfado, creyendo en sus facultades
de constancia y amor propio; ella podría ser el David que venciera al Goliat.
-Ya que te empeñas, campeona de la
lentitud, en apostar, corramos; bueno, tú, inténtalo, porque tú, con esa
barriga tan pesada que tienes… Que la zorra haga de juez; ella corre mucho y,
al mismo tiempo, es muy astuta.
La zorra dio la orden de salida, la tortuga
se lanza, mientras la liebre se queda riendo, segura de que en unos segundos la
adelanta. Comienza a contar a todos sus hazañas: cómo escapó de los perros que
ya casi la tenían atrapada, cuántas veces esquivó a los cazadores, otras
carreras que había hecho, las maneras de defenderse del lobo y de todas las
aves rapaces.
Nada le había salido mal, siempre había
triunfado. Habló y habló largo tiempo. Tenía muchas experiencias, muchas
apuestas ganadas en su vida. Nadie había podido con ella.
Precisamente cuando dijo que nunca había
perdido ante nadie, se acordó de la tortuga, quiso correr inmediatamente, pero…
llegó tarde. La tortuga ya lo estaba celebrando con otros muchos animales.
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