Había una vez un pensador. Durante el día y
gran parte de la noche, alrededor de su cabeza rondaban millares de
pensamientos que él atrapaba con las sutiles redes de su mente y clavaba, uno
detrás de otro, hasta llegar a formar larguísimas cadenas de férrea lógica.
El pensador sabía su profesión: excavaba,
limaba, usaba el buril y el cincel, el bisturí y la hoja de afeitar.
Pero, precisamente por esto, sus obras eran
como un bloque de hielo.
La gente las leía, es verdad, pero
permanecía casi asustada. Un día su mejor amigo se lo hizo notar:
-¿Porqué no intentas mojar tu pluma en el
corazón, y no sólo en el cerebro?
-Porque la tinta del corazón no puede
expresar pensamientos, solo emociones y afectos, y éstos son como la niebla de
la verdad.
Pasaron muchos años y, como sucede a
muchos, un día el cerebro del pensador se bloqueó. Inmóvil en una poltrona, la
pluma entre los dedos contraídos, los ojos agujereando el vacío, ningún
pensamiento pasaba ya por la mente del hombre, ni siquiera uno con la
luminosidad de una luciérnaga.
Un día el viejo amigo vino a visitarlo. Y
cuál fue su sorpresa al ver, sobre el escritorio del pensador, una hoja de
papel densamente cubierta de señales rojas: era una poesía, la poesía más bella
que jamás había leído, cálida como una caricia y luminosa como el alba.
El pensador yacía unos metros más allá,
volcado. Finalmente, había mojado su pluma en el corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu opinión.