Nunca se había visto un asno en Kuichú, hasta el día en que un excéntrico,
ávido de novedades, se hizo llevar uno por barco. Pero como no supo en qué
utilizarlo, lo soltó en las montañas.
Un tigre, al ver a tan extraña criatura, lo tomó por una divinidad. Lo
observó escondido en el bosque, hasta que se aventuró a abandonar la selva,
manteniendo siempre una prudente distancia.
Un día el asno rebuznó largamente y el tigre echó a correr con miedo. Pero
se volvió y pensó que, pese a todo, esa divinidad no debía de ser tan terrible.
Ya acostumbrado al rebuzno del asno, se le fue acercando, pero sin arriesgarse
más de la cuenta.
Cuando ya le tomó confianza, comenzó a tomarse algunas libertades,
rozándolo, dándole algún empujón, molestándolo a cada momento, hasta que el
asno, furioso, le propinó una patada.
"Así que es esto lo que sabe hacer", se dijo el tigre. Y saltando
sobre el asno lo destrozó y devoró.
¡Pobre asno! Parecía poderoso por su tamaño, y temible por sus rebuznos. Si
no hubiese mostrado todo su talento con la coz, el tigre feroz nunca se hubiera
atrevido a atacarlo.
Pero con su patada el asno firmó su sentencia de muerte.
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