Una noche, dos mercaderes de joyas llegaron
casi al mismo tiempo a un refugio de caravanas en el desierto. Cada uno de
ellos era absolutamente consciente de la presencia del otro y, mientras
descargaban sus respectivos camellos, uno de ellos no pudo resistir la
tentación de dejar caer al suelo, como por accidente, una hermosa perla, la
cual fue rodando hacia el otro, que con afectada cortesía la recogió y se la
devolvió a su dueño diciendo:
“¡Hermosa perla la suya, sí señor! Grande y
brillante como pocas…”.
“Muy amable de su parte”, dijo el otro.
“Pero, de hecho, es una de las gemas más pequeñas de mi colección”.
Un beduino que estaba sentado junto al
fuego y había observado la escena se levantó e invitó a ambos a cenar con él. Y
cuando empezaron a comer, les contó la siguiente historia:
“También yo, queridos amigos, fui en otro
tiempo joyero como ustedes. Un día me sorprendió en el desierto una gran
tormenta que nos arrastró a mí y a mi caravana de aquí para allá, hasta que,
perdido todo contacto con los demás, quedé totalmente aislado y sin saber dónde
estaba.
Pasaron los días, y me entró verdadero
pánico cuando caí en la cuenta de que estaba dando vueltas en círculo, sin
saber en absoluto dónde me encontraba ni en que dirección debía caminar.
Entonces, prácticamente muerto de hambre, eché al suelo toda la carga que
llevaba mi camello y me puse a rebuscar en ella por enésima vez.
¡Imaginen la emoción que sentí cuando di
con una bolsa que hasta entonces no había visto! Con dedos temblorosos, la
abrí, esperando encontrar algo que comer. E imaginen también mi desilusión
cuando descubrí que lo único que contenía eran perlas”.
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