Una vez un miembro de la tribu se presentó
furioso ante su jefe para informarle que estaba decidido a tomar venganza de un
enemigo que lo había ofendido gravemente.
¡Quería ir inmediatamente y matarlo sin
piedad!
El jefe lo escuchó atentamente y luego le
propuso que fuera a hacer lo que tenía pensado, pero, antes de hacerlo, llenara
su pipa de tabaco y la fumara con calma al pie del árbol sagrado del pueblo.
El hombre cargó su pipa y fue a sentarse
bajo la copa del gran árbol.
Tardó una hora en terminar la pipa. Luego
sacudió las cenizas y decidió volver a hablar con el jefe para decirle que lo
había pensado mejor, que era excesivo matar a su enemigo pero que sí le daría
una paliza memorable para que nunca se olvidara de la ofensa.
Nuevamente el anciano lo escuchó y aprobó
su decisión, pero le ordenó que, ya que había cambiado de parecer, llenara otra
vez la pipa y fuera a fumarla al mismo lugar.
También esta vez el hombre cumplió su
encargo y gastó media hora meditando.
Después regresó a donde estaba el cacique y
le dijo que consideraba excesivo castigar físicamente a su enemigo, pero que
iría a echarle en cara su mala acción y le haría pasar vergüenza delante de
todos.
Como siempre, fue escuchado con bondad,
pero el anciano volvió a ordenarle que repitiera su meditación como lo había
hecho las veces anteriores.
El hombre medio molesto pero ya mucho más
sereno, se dirigió al árbol centenario y allí sentado fue convirtiendo en humo,
su tabaco y su bronca.
Cuando terminó, volvió al jefe y le dijo:
- “Pensándolo mejor, veo que la cosa no es
para tanto. Iré donde me espera mi agresor para darle un abrazo. Así recuperaré
un amigo que seguramente se arrepentirá de lo que ha hecho”.
El jefe le regaló dos cargas de tabaco para
que fueran a fumar juntos al pie del árbol, diciéndole:
- “Eso es
precisamente lo que tenía que pedirte, pero no podía decírtelo yo; era
necesario darte tiempo para que lo descubrieras tu mismo”.
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