EVANGELIO
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.
Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.»
- «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.
Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.»
Juan 15, 9-11
COMENTARIO
Es curioso ver cómo Jesús fue sometiendo a un proceso de
destrucción determinados atributos del dios judío, que convertido en ídolo,
algunas sensibilidades religiosas se habían encargado de favorecer.
El evangelio del domingo y el de ayer ponían de manifiesto
cómo el Padre a quién Jesús se refiere es un buen labrador que cuida del Hijo y
de los que son “hijos en el Hijo” (sarmientos en la vid). El Dios de la zarza
ardiendo era legítimo, pero era tanta la distancia que marcaba, era tan
innombrable e inaccesible, que probablemente el pueblo no tuvo más remedio que
“hacerse de Él” un ídolo. Y así pasó. Y así pasa. No se quien ha dicho que
“haber predicado a un Dios alejado del pueblo ha provocado un olvido de Dios
por parte del pueblo”.
El Dios de Jesús es el “labrador” de la viña, sólo eso,
permanentemente sujeto a su cuidado y a su trabajo, y que probablemente, como
propietario de la viña, tenga incluso el miedo propio de las intemperies que le
acechan: lluvia, plagas… Es un Dios vulnerable, porque el amor, aún pudiéndolo
todo, nos hace vulnerables.
Pues bien, junto al Dios labrador, hoy se nos revela “el
Dios de la sonrisa”; bueno, para ser más exactos, el Dios de la alegría. Hoy
San Juan ronda lo “estupendo” y coloca en Dios un atributo que ni el más pío de
los judíos se hubiera encargado de pronunciar.
Por si fuera poco, además, Jesús vincula el “antiguo
cumplimiento de la ley” –lo que el llama “guardar su palabra”- con la alegría.
Es como si Jesús diera por finiquitada la sensibilidad del “Bautista”, justa
pero rigurosa y rancia, y comenzara una nueva manera de relación entre el ser
humano y Dios. ¡Para qué hablar ya de los ayunos y penitencias!
Yo me imagino a Jesús diciendo: “dejémonos de miedos y
disfrutemos del Padre”. Ciertamente, ya lo había insinuado en muchos momentos
de su vida. Ahora, San Juan, lo expresa con una honda convicción.
Esta “sensibilidad” tiene una derivada evangelizadora
tremenda: ¿cómo es el anuncio que hacemos del evangelio de Jesús? Es una
pregunta que hemos de hacernos todos porque, si bien todos nos somos curas, sí
que todos, en nuestro fuero interno llevamos un Papa dentro con claves teóricas
suficientes como para organizar, no ya una parroquia, sino toda la vida de la
Iglesia. O dicho con otras palabras: todos tenemos opinión, todos juzgamos y
cuando en las Iglesias dejamos de ser “celebrantes” y nos convertimos sólo en
“espectadores”, nuestra mente y nuestro
corazón no dejan ni de pensar ni de sentir.
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