EVANGELIO
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano imbécil, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama renegado, merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito, procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto”.
Mateo 5, 20-26
COMENTARIO
Creo que después de darle vueltas desde tempranas horas
del día ya puedo escribir algo sin que se me note mucho el enfado original del
que surge la reflexión de hoy. Allá voy.
Siempre se nos ha hablado, aunque últimamente se
insiste más, en la importancia de la oración. De hecho, hay personas a quienes
se les conoce porque son muy espirituales. Dicha espiritualidad se reviste de
muchas formas: tiempo de soledad, tiempo de relajación, finura y delicadeza en
nuestro mirar, permanencia ante el sagrario en actitud contemplativa, o como
bien dice santa Teresa en el Libro de la Vida “tratar de amistad, estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama”.
Una experiencia preciosa, sin duda, que en
ocasiones se contrapone a este “hacer alocado” sin fondo ni orden que tantas
veces nos caracteriza a las personas.
Al
hilo del evangelio de hoy, siento que en esta apreciación anterior hay un matiz
que se escapa. Hemos cometido el error de “hacer de la oración” un tiempo”. Y
no..., la oración es “una actitud”. La “actitud interior”; tener “interior”. Somos
hombres y mujeres de “dos tiempos”, reunidos en una sola “acción”: la vida.
El
hombre y la mujer de “oración” no se caracteriza principalmente por sentarse
frente al Todo o bajo el Todo, para que el Todo venga a ti. Eso es una buena
experiencia para que descanse nuestro espíritu, que no está nada mal, y que
además es necesario. Pero ya sabemos lo que cuentan de aquel fraile a quien la
meditación lo encontraba siempre durmiendo y acabó escribiendo un “tratado”
sobre la oración, como lugar de revelación
de dios. Hubiera sido más fácil reconocer que estaba durmiendo y
escribir un buen libro terapéutico sobre la relajación.
Ser
un hombre y una mujer orante es “ser honrado” ya en tu interior. Orar es vencer
la tensión de tus odios, esos que pueden llevarte a llamar imbécil a un
hermano. Orar es vivir con el gozo de saber que la virtud no está sólo en no
pelearte públicamente con nadie, sino en levantarte cada mañana con la profunda alegría de ver al “otro” como un
hermano.
Orar no es “genuflexarte” (perdón por el palabro que me acabo de
inventar) hasta hincar la rodilla en
tierra ante el sagrario, sino mirar de frente con el que te tropiezas y reconocer
tu error.
Generalmente,
de todas estas actitudes sólo se entera uno mismo, y a lo sumo “tus cercanías”.
Por eso, al orante, no se le conoce a lo lejos, sino de cerca, en el trato
corto y cotidiano, cuando destapamos nuestro tarro de esencias o en su defecto
nuestro tarro de …. (no digo la expresión).
Yo
intento huir mucho de los “orantes de escenario”. Dan miedo y son miedosos.
Nunca “dan la cara”; me refiero a su “cara interior”.
El comentario de otros años:
Espero el evangelio de cada día con alegría y esperanza pues reconforta mi alma ,me da paz.. Gracias
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