El texto de hoy hace referencia a una parábola que
pretende enseñar el valor de la gratuidad. Pero antes de intentar comprender el
significado de esta pequeña parábola, intentamos averiguar cuál era la
situación de los esclavos en el antiguo pueblo de Israel.
Esclavos y criados aparecen en la Biblia como un
miembro de la familia. La esclavitud ya era una costumbre en tiempos de
Abraham, Isaac, Jacob... El pueblo de Israel fue siempre contrario a la esclavitud,
ya que ellos la habían sufrido en sus carnes durante la estancia en Egipto.
En los pueblos limítrofes el número de los esclavos
aumentaba con los prisioneros de guerra y con las mujeres de los vencidos. En
la antigüedad el destino de los vencidos era la esclavitud. Cuando la población
de una ciudad sitiada se rendía, era sometida a tributo. En cambio, cuando la
ciudad se resistía y era tomada por la fuerza, sus hombres eran pasados a
cuchillo y las mujeres y niños, vendidos como esclavos.
Los fenicios y los madianitas (habitantes de la
región desértica de Madián) eran expertos mercaderes de esclavos. Vivían de la
compraventa de estas personas. Adquirían personas que se les ofrecían (por
ejemplo, gentes endeudadas o secuestradas) y luego las vendían en los mercados
de esclavos. El mejor documento bíblico del comercio esclavista de los
mercaderes de Madián es la historia de la venta del patriarca José por sus
hermanos.
El pasaje de hoy es un poco extraño: parece como si
Jesús defendiera una actitud tiránica del amo con su empleado. Cuando éste
vuelve del trabajo del campo, todavía le exige que le prepare y le sirva la
cena. Jesús no está hablando aquí de las relaciones laborales ni alabando un
trato caprichoso.
Lo que le interesa subrayar es la actitud de sus
discípulos ante Dios, que no tiene que ser como la de los fariseos, que parecen
exigir el premio, sino la humildad de los que, después de haber trabajado, no
se dan importancia.
Esto se debe aplicar a nuestro trabajo comunitario
o familiar. Si hacemos el bien, que no sea llevando cuenta de lo que hacemos,
ni pasando factura, ni pregonando nuestros méritos. No se debe recordar
continuamente a la familia o comunidad todo lo que hacemos por ella y los
esfuerzos que nos cuesta. Actuar gratuitamente, como los padres con una entrega
total a su familia. Como lo hacen los verdaderos amigos, que no llevan
contabilidad de los favores hechos. ¡Cuántas veces nos enseña Jesús que
trabajemos gratuitamente, por amor!
En una sociedad mercantilista, donde todo se compra y se vende, el cristiano
intenta recuperar el valor de la gratuidad. Para ello se mostrará como una
persona con capacidad de entrega. Realiza buenas acciones sin esperar nada a
cambio.
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