El evangelio de hoy
se sitúa en la ladera del monte de los Olivos, junto a Jerusalén. La vista que
se tiene de la ciudad es espléndida. Lo que aparece en primer plano es la
silueta imponente del Templo y la Puerta Dorada que da al este. En ese
escenario magnífico, después de haber hecho un recorrido en borrico desde
Betania, Jesús contempla la grandeza de la ciudad y prorrumpe, llorando, en una
lamentación.
Se ha querido ver
en la referencia a la paz una alusión al nombre de la ciudad. Según algunas
etimologías populares, Jerusalén significaría «ciudad de la paz». El vaticinio
de Jesús resulta paradójico. La ciudad que estaba llamada a ser símbolo de paz
será escenario de devastaciones y de guerras.
Quien redacta este
texto ya conoce el fin de Jerusalén, acaecido en el año 70 después de Cristo.
Desde el año 20 antes de Cristo, Jerusalén era una magnífica ciudad reconstruida
por Herodes el Grande. Tenía un palacio real, teatro romano, grandes avenidas y
un impresionante Templo adornado con suntuosidad. En el año 66 d.C. los judíos
se rebelaron contra Roma.
Las legiones de Tito
Vespasiano lucharon durante cuatro años contra los judíos. Tito Vespasiano
venció, entró en la ciudad y la arrasó, dejando en pie tan sólo los cimientos y
algún trozo de muralla.
Judíos, cristianos
y musulmanes hablan de Jerusalén como de una ciudad santa. La realidad actual
nos muestra que Jerusalén, tantas veces destruida a lo largo de los siglos,
sigue siendo un punto de conflicto. Judíos y palestinos la reclaman como
capital de sus respectivos pueblos. Si hay un obstáculo insalvable para lograr
la paz en Oriente Próximo, ese obstáculo tiene un nombre: Jerusalén. También
hoy lloraría Jesús y suspiraría por un poco de paz para la tierra que le vio
nacer y le acogió.
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