SANTA MARÍA, REINA.
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios
a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre
llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se turbó ante estas palabras y se
preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has
encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y
le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el
Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob
para siempre, y su reino no tendrá fin.»
Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no
conozco a varón?»
El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre
ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va
a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar
de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban
estéril, porque para Dios nada hay imposible.»
María contestó: «Aquí está la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra.» Y la dejó el ángel.
Lucas 1, 26-38
COMENTARIO
Os dejo hoy con una reflexión de una buena teóloga y excepcional mujer, desde su vocación religiosa: Mª Dolores Aleixandre:
María del Evangelio:
"Isabel la llamó bendita
y dichosa (Lc 1,42.45); llena de gracia, había dicho el ángel en la
anunciación. Pero la devoción de los creyentes no podía contentarse con eso y,
a lo largo de los tiempos, mariólogos y poetas, pintores y escultores,
orfebres, músicos y plateros han derrochado para ella lo mejor de su
imaginación creadora y de la habilidad de sus manos.
La Iglesia la ha
coronado con dogmas y encíclicas y ha puesto a sus pies consagraciones,
oraciones y celebraciones litúrgicas.
Muchos cristianos de
hoy, desde una sensibilidad diferente, se sienten con frecuencia lejos de esa
magnificencia que nos la ha arrebatado hacia una región etérea y distante,
poblada de mayúsculas, de superlativos y de cabezas de angelitos incorpóreos,
como esos que rondan las peanas de las estatuas.
María, la humilde
esclava del Señor (Lc 1,38), convertida en Celestial Princesa y Reina.
María disfrazada de gran señora en tantas imágenes que nos hacen olvidar que
ella sería hoy de las que van a lavar la ropa de una de esas señoras.
El
calificativo "mariano" tomado en vano en tiendas de souvenirs, en
agencias de viajes y en rivalidades de cofradías. Los santuarios marianos
teniendo que proteger con puertas blindadas y alarmas los tesoros de la que
tuvo que acogerse, en la presentación de su niño en el templo, a la excepción
que preveía la ley en favor de los pobres.
María educando a
Jesús en Nazaret desde abajo y enseñándole a hacer la experiencia de la
libertad y de la gracia precisamente en la sujeción a las leyes lentas y
trabajosas del crecimiento humano (Lc 2,51-52), y nosotros empeñados en
exaltarla con grandes títulos con mayúscula, y tan desmemoriados, en cambio,
para recordarla en sus minúsculas: vecina de un pueblo de fama dudosa (Jn
1,46), sierva del Señor y sirvienta de su prima embarazada (Lc 1,39), humillada
por las sospechas sobre el origen de su maternidad (Mt 1,19), desconcertada por
la conducta y las respuestas inesperadas de Jesús (Lc 2,50), despojada de todo
privilegio de posesión sobre él (Lc 8,21), vencida junto a su hijo, fracasado y
ajusticiado fuera de la ciudad (Jn 19,25)...
Y, sin embargo, son
precisamente esas minúsculas las que la convirtieron en Madre de Cristo y Madre
de la Iglesia. Es sobre el polvo de esas minúsculas sobre el que sopló el
aliento de Dios; es con ese barro con el que sus manos modelaron la vasija más
bella; es la arcilla de aquella vida tan dócil, tan en la sombra, la que el
Padre transfiguró para que le guardase su mejor tesoro.
Ella, que estuvo más
tiempo que nadie cerca de Jesús, asistió en silencio contemplativo al cuajar de
su personalidad y a los primeros pasos de aquella vida extrañamente libre. Ella
supo perder el miedo a desaparecer y a gastarse, según las leyes de la sal y de
la luz (Mt 5,13-16).
Dios se había
arriesgado a entregarle su Palabra, hecha debilidad humana (Jn 1,14), y a
entregarle también la palabra, porque iba a ser en las palabras sencillas de
aquella mujer con acento galileo donde iba a aprender su hijo a nombrar las
cosas elementales de la vida.
María fue tejiendo
pacientemente en Nazaret el lenguaje humano del Verbo, con la misma naturalidad
con que cualquier mujer enseña a hablar a su hijo y se convierte entonces
realmente en madre. Sin embargo, la grandeza de María no le viene de la
sublimación de su función materna, sino de su relación con la Palabra (Lc
11,2-28).
María supo guardar la
Palabra (Lc 2,51) y aceptar silenciosamente situaciones que no comprendía (Lc
2,50). Supo retirarse sin decir nada, abriéndose a la novedad de que Jesús
consideraba "madre y hermanos" a todos los que escuchasen su palabra
(Mc 8,21) y supo permanecer silenciosa junto a la cruz, porque allí la palabra
definitiva era la del amor fiel llevado hasta el fin (Jn 19,25). Pero supo
tambiéndiscernir cuándo era tiempo de preguntar (Lc 1,34;2,48) y cuándo era
tiempo de intervenir y persuadir: No tienen vino...Haced lo que él os diga (Jn
2,4-5).
Por eso hoy podemos
llamarla con alegría: María del Evangelio. Un Evangelio que nacía entre
sus manos cuando mezclaba la levadura con la masa para hacerla fermentar, o
cuando, al repasar un manto, explicaba por qué no le ponía un remiendo de tela
nueva.
Un Evangelio que
nacía cada noche en el candil que ella encendía y colocaba bien alto para que
alumbrase la casa entera. O cada vez que abría el viejo arcón, que olía a
espliego y a limpio, para buscar en él algo antiguo o algo nuevo. Y Jesús
aprendía, casi sin darse cuenta, a qué se parece el Reino.
Podemos recobrar también
el talante evangelizador junto a ella, que caminaba de prisa por los montes de
Judea con la buena noticia dentro, para llevar compañía y servicio, para llenar
de alegría y de brincos de gozo a los dos primeros evangelizados del Nuevo
Testamento.
María, que no
entendía de desencantos ni de crepúsculos, porque todo en ella estaba recién
amanecido, como acabado de salir de las manos del Creador, puede ayudarnos a
sacudir el polvo cansado de nuestras sandalias, la fatiga de nuestra agenda y
de nuestro reloj".
Mª Dolores
Aleixandre
