EN COLABORACIÓN CON EL OBJETIVO DE HELLÍN Y CADENA COPE
Si
no existiera la Cuaresma, desde luego, habría que inventarla. Como los reyes
magos, viene cargada de regalos interesantes e incluso, más allá del dicho
tradicional, en este tiempo lo
amargo parece saber a dulce.
No
tienen la sensación de que en Cuaresma todo disminuye. Disminuye el invierno
que deviene ya primavera. Por las noches refresca, pero se lleva mejor y los
rescoldos gélidos los encajamos con mejor talante.
Disminuyen
nuestras quejas institucionales como Iglesia. La liturgia, los vía crucis, las
misas de hermandad,… todo eso nos fortalece a la hora de encajar la cruz, la
incomprensión y los desaguisados que durante todo el año tenemos, pero que, en
cuaresma, es como si su digestión fuera más espiritual.
Qué
decir de San José, que siempre ronda la Cuaresma. Su silencio providente en los
evangelios nos invita a callar cuando todo parece que se nos vuelve en contra. Y ahí el silencio no es
humillación, sino virtud.
La
secularización de la que tan amargamente nos quejamos en otros momentos del
año, parece que en estos cuarentas días no existe. Y así, casi nadie discute
las procesiones por la calle, aunque desde el punto de vista sociológico no
dejen de ser sino una manifiesta muestra de nuestra identidad católica, que en
otras ocasiones resulta molesta.
Más
aún si a algún católico despistado, invirtiendo los papeles, osara
cuestionarlas, probablemente el agnóstico más recalcitrante diría que ¡cómo
vamos a renunciar a este acervo cultural que son las procesiones!
Lo
dicho, la cuaresma, un tiempo que si no existiera, debería inventarse. Aunque
solo sea por cuarenta días, parece que recobramos el sentido común.
¿O
me lo hace a mí la vista?