Había una vez una pata que había puesto cuatro
huevos...
Mientras los empollaba, un zorro atacó el nido y la
mató.
Por alguna razón no llegó a comerse los huevos antes de huir, pero estos
quedaron abandonados en el nido.
Una gallina clueca que pasó por allí, encontró el nido
sin cuidados y su instinto la hizo sentarse sobre los huevos para empollarlos.
Poco después nacieron los patitos y, como era lógico, tomaron a la gallina como
su madre y caminaron en fila tras ella.
La gallina contenta con su nueva cría,
los llevó hasta la granja..
Todas las mañanas después del canto del gallo, mamá
gallina rascaba el piso y los patos se esforzaban por imitarla.
Cuando los
patitos no conseguían arrancar de la tierra un mísero gusano, la mamá sacaba
para todos sus polluelos, partía cada lombriz en pedazos y alimentaba a sus
hijos en sus propios picos.
Un día, como otros, la gallina salió a pasear con su
nidada por los alrededores de la granja. Sus pollitos, disciplinadamente, la
seguían en fila.
Pero de pronto, al llegar al lago, los patitos de un salto se
zambulleron con naturalidad en la laguna, mientras la gallina cacareaba
desesperada pidiéndoles que salieran del agua.
Los patitos nadaban alegres chapoteando y su mamá
saltaba y lloraba temiendo que se ahogaran.
El gallo apareció por los gritos
de la madre y se percató de la situación.
—No se puede confiar en los jóvenes –fue su sentencia—
son unos imprudentes.
Uno de los patitos que escuchó al gallo, se acercó a
la orilla y les dijo:
—No nos culpen a nosotros por sus propias
limitaciones.
O lo que es lo mismo:
El sordo siempre cree que los que danzan están
locos.
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