Es hoy una evidencia
cultural el hecho de que todos los grandes problemas de la humanidad fueron
planteados inicialmente en el seno envolvente de la religión: se percibían de algún modo las diferencias, pero
todo podía ser tratado de forma conjunta. La división del trabajo y el
correspondiente avance y complejidad de la cultura llevaron a una diferenciación
progresiva. Sucedió con la filosofía respeto de la religión, y con las ciencias
respecto de ambas.
Durante mucho tiempo, el
saber sagrado extendía de manera espontánea su competencia sobre el campo de la
filosofía e incluso de las ciencias.
Y cuando la filosofía se emancipó de la teología, también ella podía todavía
incluir en sí el saber científico: Descartes, Leibniz y aun Hegel podían ser
competentes en todo el ámbito del saber. El avance de las ciencias hace que hoy
eso resulte sencillamente impensable.
De entrada, las
emancipaciones causan siempre problema.
Quién era dueño del antiguo saber experimenta un sentimiento de pérdida, como
si le robasen el espacio y le mermasen la competencia. La reacción espontánea es
la de la resistencia y, si hay poder por medio, la exclusión y la condena. El
conflicto se hace inevitable, muchas veces avivado también por las pretensiones
excesivas de los promotores de lo nuevo, que tienden a descalificar todo lo
anterior, invadiendo competencias que siguen siendo legítimas.
En la iglesia, como
poseedora secular del saber religioso y cargada por la historia de un fuerte
poder social, y por consiguiente también de una amplia responsabilidad, esto se
hizo sentir con especial dureza. Significaba renunciar a un protagonismo y a
una tutela de siglos, con la típica
sensación de los padres que deben reconocer la emancipación de los hijos...,
los cuales a veces salen dando portazos violentos e injustos.
Sin que los justifique
sin más, esto explica en buena medida los conflictos modernos entre ciencia
y religión. Incluso cabe afirmar que,
de entrada, cuando la diferenciación no estaba clara, era fatal que apareciera
el conflicto.
Mientras se pensaba
que la Biblia era palabra de Dios referida a todo el ámbito del saber, los
cardenales de Roma tenían que oponerse a Galileo, pues entre Dios, "enseñando"
en el libro de Josué que el sol gira en torno a la tierra, y Galileo, que
afirmaba lo contrario, tenían que darle la razón a la Biblia. Por fortuna, la
diferenciación cultural, al dejar claro que la Biblia quiere ser únicamente un
libro religioso y que por tanto no puede ni pretende extender su competencia a
la astronomía, elimina la raíz del conflicto. La pena fue que una parte de
la teología oficial tardara en sacar todas las consecuencias y que todavía en el siglo XIX, con Darwin, tropezara
de nuevo en la piedra de otra ciencia, la biología.
Así y todo, cuando
esto se comprende, todo da la vuelta y la sensación de pérdida se convierte
-debería convertirse en- en ganancia. Porque la diferenciación abre el lugar
justo para que cada instancia se centre en su propio ámbito y dirija su esfuerzo
al cultivo de su competencia específica. Visto así, en su justo y legítimo
dinamismo, el proceso de la secularización constituye una grande y magnífica
oportunidad tanto para la religión como para la cultura.
En
concreto, el aparente despojo que el proceso secularizador supuso para la
religión, al sacarle el dominio sobre la filosofía, sobre las ciencias, sobre
la política..., estaba provocando un avance precioso y necesario: la religión
tiene que ser religión, quedando así liberada para servir a la humanidad desde
su esencia y su rol específicos. Un ejemplo bien significativo fue el proceso
-aún no acabado de todo- del poder temporal de los papas: vivido como una
tragedia en el siglo XIX, ¿quien no lo considera hoy una oportunidad magnífica
para la iglesia?
Andrés Torres Queiruga
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