El relato de la Anunciación (Lc 1,26-38) nos sitúa ante una escena de luz, pero también ante una historia marcada por silencios y asimetrías. A lo largo de la tradición bíblica, la mujer ha sido con frecuencia sometida a un examen más duro, observada desde un ideal que la obliga a la humildad, a la disponibilidad, a una pureza casi imposible. Solo cuando encarna esas virtudes su palabra se escucha y su misión se reconoce.
El varón, sin embargo, camina por la Escritura con una sorprendente amplitud de margen: Pedro puede negar, Tomás puede dudar, Santiago y Juan pueden ambicionar lugares de poder… y, aun así, siguen siendo protagonistas legitimados. Esta desigualdad atraviesa siglos de interpretación.
Si leyéramos la fiesta de la Inmaculada desde esa lógica, parecería casi una carga añadida para las mujeres de hoy: ¿por qué “había de ser purísima quien iba a llevar a Cristo”, como proclama el prefacio? ¿Por qué lo femenino debe presentarse libre de toda grieta mientras lo masculino recibe indulgencias constantes? ¿Por qué la misión de una mujer parece exigir perfección previa mientras la misión de un hombre admite fragilidad que luego será perdonada?
Pero la verdad profunda de la Inmaculada no nace del peso de un ideal impuesto a María, sino del gesto liberador de Dios hacia la humanidad entera.
Esta solemnidad no quiere colocar a la mujer en un pedestal inalcanzable —esa es la trampa con la que tantas veces se la ha neutralizado— sino revelar lo que Dios sueña para todo ser humano. Como escribió san Ireneo: “El nudo de Eva fue desatado por María”; pero no para contraponer dos mujeres, sino para mostrar cómo Dios reescribe la historia empezando por quienes han sido más relegadas.
Duns Scoto, al formular su célebre “Potuit, decuit, ergo fecit” —“Dios podía preservarla, convenía hacerlo, luego lo hizo”—, no estaba defendiendo un privilegio moral, sino la primacía del amor redentor de Cristo. María no es “más” para que otras mujeres sean “menos”.
Es la primera redimida, no la única; es anticipo de una humanidad que Dios libera desde sus raíces, no excepción que encierra a la mujer en un molde imposible.
Visto así, lo femenino deja de ser un terreno donde se exige perfección y se convierte en un espacio donde Dios revela la dignidad humana sin condiciones. San Efrén llamaba a María “tierra intacta”, no para reducirla a un lienzo pasivo, sino para mostrar que en ella Dios derriba la violencia simbólica que durante siglos se ha proyectado sobre el cuerpo de la mujer: ella es sujeto, escucha, pregunta, discierne y responde desde su libertad.
La fiesta de la Inmaculada no celebra una mujer idealizada, sino un ser humano llena de gracia, capaz de decir sí . En María queda claro que el pecado —ese destino que tantas veces se ha usado para culpabilizar lo femenino— no es una obligación inscrita en la carne humana, sino solo una posibilidad. La humanidad, femenina y masculina, nace “llena de gracia”.
Por eso hoy, cuando escuchamos “Alégrate, llena de gracia”, podemos escuchar una propuesta divina: mujer, hombre, humanidad entera: no estás hecha para la culpa, sino para la plenitud.
Mirar a María Inmaculada es contemplar en ella no la excepción que corrige a la mujer, sino la promesa que libera a todo ser humano.




