–Auméntanos la fe.
El Señor contestó:
–Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería.
Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «En seguida, ven y ponte a la mesa?»
¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás y beberás tú?» ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid:
«Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer.»
El evangelio comienza con una súplica profundamente humana: “Auméntanos la fe.” No hay en esa petición teoría ni discurso, sino el grito de quien siente que la vida a veces le queda grande. Los discípulos intuyen que seguir a Jesús exige una fuerza interior que no siempre encuentran, y piden más fe como quien pide aire para poder seguir caminando. En el fondo, todos reconocemos ese deseo: tener una confianza que resista el cansancio, la duda, la pérdida o la decepción.
La respuesta de Jesús desconcierta: no promete aumentar nada, no ofrece una fórmula mágica. Solo dice: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza…” Es una frase que puede sonar irónica, pero también profundamente liberadora. La fe no se mide, no se acumula. Es algo más hondo: una actitud de confianza radical, pequeña y vulnerable, pero capaz de transformar la vida. No se trata de mover árboles ni de dominar lo imposible, sino de creer, incluso cuando todo parece inmóvil. La imagen del “grano de mostaza” nos habla de lo invisible: lo que no impresiona, pero crece silenciosamente desde dentro.
Y ahí se enlaza la segunda parte del evangelio, la parábola del siervo. Jesús nos traslada del terreno de lo espectacular al de lo cotidiano. La fe no es una energía para lograr grandes resultados, sino una forma de estar en la realidad con fidelidad y gratuidad. El siervo no hace cosas heroicas: simplemente cumple su tarea, confía en el sentido de lo que hace, aunque nadie lo aplauda. Esa es la fe: seguir haciendo el bien cuando no hay recompensas, creer en el amor cuando no se ve el fruto, perseverar sin saber del todo por qué.
Así, el evangelio nos devuelve al corazón de la existencia: la fe no es una varita mágica para cambiar el mundo, sino una mirada que lo transforma desde dentro. No se trata de mover moreras, sino de dejar que lo pequeño —un gesto, una palabra, una fidelidad— revele algo del misterio de Dios en lo cotidiano. En lo anónimo y lo sencillo, el creyente descubre que lo invisible también es sagrado. Y al final del día, con humildad y serenidad, puede decir: “He hecho lo que tenía que hacer.” En esa quieta certeza se juega la verdadera grandeza de la fe. En esa fidelidad escondida se manifiesta la verdadera fuerza de la fe, la que sostiene la vida y transforma el mundo en silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu opinión.