En la Biblia, el “ay” no es un insulto ni una maldición. Los profetas lo empleaban como un aviso serio: “¡Atención, por ahí vais mal!”. Era una advertencia cargada de lamento, destinada a que el pueblo no se engañara a sí mismo. Cuando Jesús, en Lucas 6, pronuncia esos “ayes”, no está condenando, sino llamando a despertar de las falsas seguridades en las que solemos instalarnos.
Podemos entender los “ayes” como un despertador existencial. Igual que una alarma que interrumpe el sueño para evitar que uno llegue tarde, estas palabras interrumpen nuestras comodidades para sacarnos de la inercia y devolvernos a lo esencial.
Aferrarse a lo material. Poner la confianza en el dinero o en las cosas termina por esclavizar. Ningún bien material puede colmar la sed más profunda del corazón.
Pensar que ya no falta nada. Creer que uno ya está saciado, que lo tiene todo bajo control, es una ilusión peligrosa. La vida humana siempre reclama algo más: más amor, más sentido, más verdad.
Vivir en la superficialidad. A veces la alegría fácil puede convertirse en una forma de evasión. Pero la realidad acaba imponiéndose y muestra que no se puede vivir siempre en la superficie. El “ay” nos recuerda que la hondura es imprescindible para una vida auténtica.
Depender de la opinión ajena. El reconocimiento de los demás es agradable, pero vivir pendiente de la aprobación constante conduce a la pérdida de autenticidad. El “ay” nos invita a ser veraces con nosotros mismos, aunque ello suponga ir contracorriente.
En definitiva, los “ayes” son palabras incómodas, pero necesarias. No buscan asustar, sino despertar. Nos sacan de la ilusión de seguridades pasajeras y nos orientan hacia lo que verdaderamente sostiene: la apertura confiada a Dios, la compasión hacia los demás, el deseo sincero de plenitud y la valentía de vivir en la verdad de uno mismo.

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