A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban. A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre. La madre intervino diciendo: «¡No! Se va a llamar Juan.» Le replicaron: «Ninguno de tus parientes se llama así.» Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre.» Todos se quedaron extrañados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: «¿Qué va a ser este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él.
Lucas 1, 57-66
Siempre me ha
llamado la atención lo del "No" de Isabel. Esto de los nombres para
los judíos es tan obsesivo como lo es para nosotros no perder una cierta
"eterna juventud".
El nombre
para los judíos era la garantía de una "eterna tradición". De
ahí la polémica de hoy. El hijo debía llamarse como el padre, Zacarías, pero
Isabel dice que no. Nunca un "no" produjo un efecto catalizador de
cambio tan eficiente como el de Isabel.
Efectivamente, a
su marido, Zacarías,
se le arregló lo de la voz y volvió a hablar (recordad que se
quedó mudo cuando se enteró de lo del embarazo). Y al parecer generó de
nuevo un sobrecogimiento en la comarca que preconizaba lo que estaba por llegar.
Pero el
"No" de Isabel es distinto. Dice que "No" a la santa
tradición judía, pero no por tradición, sino por santa. Las tradiciones están bien,
son necesarias, no habría historia sin tradición. Pero convertirlas en santas es petrificarlas,
detener la historia y paralizar el futuro.
El "No"
de Isabel le complica la vida porque supone des-santificar la tradición,
des-enmascarar las mentiras revestidas de verdades convencionales, y sobre
todo, supone facilitar que las palabras, más que vagar por el interior de
nuestras conciencias, tengan la posibilidad de construir modelos alternativos
de vidas y de instituciones que las faciliten.
Yo estoy
convencido de que los evangelios de la infancia que estamos a punto de
concluir, más allá de la ñoñería superficial que destilan, nos colocan en el
brete de una alternativa manera de vivir la fe y la Iglesia. Se trata de
atreverse, más allá de las dulzonas tradiciones que las envuelven a aprender de
los miedos de Zacarías, del "No" de Isabel, del sueño de José y del
"Hágase" de María.
Pues ánimo. Ya
queda poco, y con Isabel pronunciemos un "No" a la inercia del pasado
para posibilitar los futuros.
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