EVANGELIO
Celebra hoy la Iglesia la memoria de dos apóstoles. Simón y Judas debieron evangelizar a pesar de la breve memoria que ha dejado en la comunidad cristiana posterior, dándonos a entender que no todos los liderazgos han de ser fuertes, e incluso, ante el peligro de que sean excluyentes, bien haríamos los cristianos por no anhelar famas exóticas y pasar al estilo de Jesús, “como uno de tantos”.
Pero en el texto de hoy, hay un detalle que siempre me ha sorprendido. Efectivamente, sorprende la tensión que en Jesús supone la montaña y el llano. En la montaña reza, se siente débil y zozobrante, se vacía de sí y se llena de la experiencia del Padre …; y en el llano, libera, acaricia, grita y muestra todo su poder.
La montaña es lugar de acogida del misterio que lo envuelve, el llano, lugar de donación exuberante de toda su persona. Y es como si la orografía del mundo fuera una réplica de los movimientos de nuestro corazón, sístole y diástole, acogida y donación, llenarse y vaciarse. Ese movimiento nos asemeja a Jesús y –permitidme el exceso- nos hace divinos.
Por eso cuando no escuchamos y sólo hablamos, cuando no obedecemos y sólo decidimos, y cuando nuestro grito sólo nos desahoga pero no nos ahoga, quizás no hemos descubierto la huella del Padre que hay en nosotros, y entonces la criatura que somos, cuál adolescente nervioso, no es más que una curva recluida en su centro que se sabe, solo y sólo, ombligo del mundo.
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