domingo, 31 de marzo de 2019

EVANGELIO DEL DOMINGO 31 DE MARZO. SEMANA 4ª DEL TIEMPO DE CUARESMA


EVANGELIO
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:

–Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola:
Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre:
–Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.


Recapacitando entonces se dijo:
–Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.»
Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo:
–Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
Pero el padre dijo a sus criados:
–Sacad en seguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Este le contestó:
–Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.
El se indignó y se negaba a entrar pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre:
–Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.
El padre le dijo:
–Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.

Lucas   15, 11-32

COMENTARIO

He de reconocer que el capítulo 15 del evangelio de San Lucas es un canto a la provocación. El colmo de dicho capitulo es la parábola que leemos este domingo. Es de sobra conocida y la hemos comentado en varias ocasiones en este blog, haciendo protagonistas, unas veces al hijo menor, otras al mayor y otras a la madre...(madre que no está en la parábola pero que debería estar en la casa)

Sólo quiero fijarme hoy en dos cosas que están escondidas en el texto, pero que son tremendamente reveladoras.

La primera de ellas es que el hijo menor dañó a toda la familia. Su acción prepotente e individualista rompió al padre y al otro hijo. Su decisión desencadena una consecuente historia de rupturas en la que no se adivina fácil final.

Efectivamente, en ocasiones, muy tranquilamente cuando hablamos del pecado , pensamos que se trata de una ofensa a Dios. Y como es una ofensa a Dios, ya me entenderé yo con él, incluso sacramentalmente hablando en el confesionario.

Pero esta manera de entender el pecado, además de cobarde es raquítica. El pecado del hijo daña a la familia, y quizás por eso a Dios.  

La segunda cuestión es triste, pero es muy real; el pobre padre de la parábola nunca fue del todo feliz después, ni siquiera perdonando al hijo. 

El "buen rollo" de la servidumbre de la casa que hace fiesta por la vuelta del hijo perdido, contrasta con la intemperie del padre con un pie en la casa y otro fuera, intentando convencer al fidelísimo hijo mayor de que participe de sus mismos sentimientos de padre/madre feliz. Pero no puede ser.

Cuando traemos el texto al hoy de nuestra vida, el texto nos avisa de dos sentires de nuestro corazón cuando abordamos el tema del perdón. 

Efectivamente, nuestras acciones erróneas dañan a la comunidad, al entorno en en que vivo, al círculo en el que me muevo cada día. Una cosa no es pecado porque se esencialmente lo sea, es pecado porque daña al otro. No hay otro termómetro para medir tan difícil cuestión. 

El pecado no es una cosa entre Dios y yo, y a lo sumo con un escueto intermediario más, en un habitáculo secreto y oscuro. Triste escenario el de tal perdón si así se ejerce.

El pecado es asunto de la comunidad dañada por mi acción. Y sólo desde esta perspectiva comunitaria tiene sentido la asunción-confesión de la culpa y la reparación-penitencia posterior. Porque el dañado tiene derecho a ser restituido.

Y por otra parte, perdonar quizás le salga gratis al ofensor, pero desde luego no le sale gratis al ofendido. El padre, perdonando, sufre. Con una mano acoge a un hijo pero siente la mano fría del otro que se descuelga de su presencia.

El pecado hiere, y el perdón también; quizás por eso, pecado y perdón tiene un no se qué humano que, trascendiéndose, se hace divino.

Por eso, parafraseando la frase inicial de Charles Chaplin, en relación con la vida, "el pecado y el perdón, de lejos parece una comedia, pero de cerca, es una tragedia".                                                            

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