EVANGELIO
Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: 'Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan'. 'Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí'. El rico contestó: 'Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento'. Abraham respondió: 'Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen'. 'No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán'. Pero Abraham respondió: 'Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán'".
Lucas 16, 19-31
No recuerdo el
nombre del canta-autor, pero alguno ha dicho en
cierta ocasión que la lo más trágico que le puede pasar a una canción es
oír su música y no escuchar la letra. Al texto del evangelio de hoy también le
puede pasar lo mismo; los que sean amantes de estas historias de “cielos” e “infiernos”
pensarán… “ves…existe el infierno…cuidado con el”. Y para los que ya hemos superado
esta ingenua historia de buenos y malos, podemos concluir que el texto es tan
anacrónico como inútil a la hora de revelarnos algo sobre el presente de nuestra
vida.
Bueno… pues yo
creo que no.
El texto es muy
actual; lógicamente hay que descodificarlo porque esta dicho con el lenguaje y
los sentimientos de la época de Jesús. En aquel tiempo se creía que los muertos
podían hablar entre sí y Jesús se vale de aquella convicción para poner el dedo
en la llaga, no de una conversación que podrían haber tener los muertos sino,
más bien, una conversación que en su tiempo, y en el nuestro, deberíamos tener
los vivos.
Porque efectivamente
tres son las críticas que hace Jesús en este evangelio. En primer lugar, el
problema que se origina en el mundo cuando no se detecta con el corazón el
sufrimiento de quien tenemos a nuestro lado. El rico “banqueteante” no cae en
la cuenta de que Lázaro está a la puerta. La “capacidad para ver o no” con el
corazón, siempre ha sido una buena medida de la altura o bajeza ética del género
humano.
En segundo lugar,
puesto que “no ve”, el rico vive enredado, idiotizado y absorbido por sus “púrpuras
y linos finísimos” y por su “banquetes diarios”. No es de extrañar porque
ciertamente estas formas de vida tienen un efecto aislante muy eficaz. O dicho
con otras palabras… “a lo bueno uno se acostumbra muy pronto”.
En tercer lugar….
La distancia…. La distancia entre una manera de vivir y otra. Para el que viste
de lino es difícil pensar que quizás otras maneras de vivir puedan ser más
humanas que la suya; para el que está
llagado, es un sueño inalcanzable alcanzar si quiera un puesto a la hora de la
merienda en casa del “banqueteante”.
Cuando traemos el
texto al hoy de nuestra vida, es fácil detectar esta “tríada” fatal que en
ocasiones define nuestro mundo: ceguera social, aislamiento consumista,
distancia irremediable.
En cualquier
caso, lo más inquietante del texto es que a mí me da la impresión de que “no
hay solución”…. No cambiaran “ni aunque resucite un muerto” –dice el padre
Abraham- .
Quizás, alguien
en nuestra sociedad debería empezar a hacer nuevamente milagros: devolvernos la
vista, contra la ceguera; el tacto, contra el aislamiento; y la movilidad, cual
nuevos paralíticos, para acortar las distancias inquietantes.
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