El ilustre dominico
-prestigioso profesor de teología dogmática en una renombrada universidad
eclesiástica- trabajaba duramente afinando sus silogismos con precisión
tomista. Al terminar de preparar su clase, la luna lucía en redonda plenitud y
el silencio aleteante por los entresijos del convento era tan denso que se
podía oír crecer el césped.
Antes de entregarse al
descanso, se dirigió, según su costumbre, a la Iglesia para recogerse ante el
Señor. La nave gótica rezumaba un olor a incienso rancio y a cera virgen. En la
penumbra del templo destacaba la silueta del Crucificado fugazmente iluminada
por lamparillas de aceite que perfilaban su cuerpo destrozado. El Padre
Nicodemo se arrodilló ante la imagen, elevó sus ojos que se cruzaron con los
agónicos del Cristo, y oró así:
- Señor, creo que eres el Hijo
único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Engendrado, no
creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho. Dios de
Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero...
- Hijo -le interrumpió el
crucificado- ¿todo eso lo dices por ti mismo o porque otros te lo han contado
de mí?
- Pero, Señor, si esas
palabras son del credo nicenoconstantinopolitano...
- Ya lo sé, pero ¿cuándo te vas a enterar de que para hablar conmigo debes cerrar tu inteligencia y abrir el corazón?
- Ya lo sé, pero ¿cuándo te vas a enterar de que para hablar conmigo debes cerrar tu inteligencia y abrir el corazón?
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