Samuel estaba muy triste, y no era para
menos: su casero le había mandado dejar el piso y no tenía adónde ir. De pronto
se le ocurrió: ¡podría vivir con su buen amigo Moisés!
La idea le proporcionó a Samuel un gran
consuelo, hasta que le asaltó otro pensamiento:
“¿Qué te hace estar tan seguro de que
Moisés te va a dar cobijo en su casa?”.
“¿Y por qué no?”, se respondió el propio
Samuel indignado. “A fin de cuentas, fui yo quien le proporcionó la casa en la
que ahora vive, y fui también yo quien le adelantó el dinero para pagar la
renta de los primeros seis meses. Lo menos que puede hacer es darme alojamiento
durante una o dos semanas, mientras estoy en apuros…”
Y así quedó la cosa hasta que, después de
cenar, le asaltó de nuevo la duda: “Suponte que se negara…”
“¿Negarse?” se respondió él mismo. “¿Y por
qué, si puede saberse, habría de negarse? Ese hombre me debe todo cuanto tiene:
fui yo quien le proporcionó el trabajo que ahora tiene; y fui yo quien le
presentó a su encantadora mujer, que le ha dado esos tres hijos de los que él
se siente tan orgulloso. ¿Y ese hombre va a negarme una habitación durante una
semana? ¡Imposible!”.
Y así quedó de nuevo la cosa hasta que, una
vez en la cama, comprobó que no podía dormir, porque nuevamente le entró la
duda:
“Pero suponte –no es más que una
suposición- que él llegara a negarse. ¿Qué pasaría?”.
Aquello fue ya demasiado para Samuel:
“Pero ¿cómo demonios va a poder negarse?”,
se gritó a sí mismo, casi fuera de sí.
“Si este hombre está vivo, es gracias a mí;
yo lo salvé de morir ahogado cuando era un niño. ¿Y va a ser ahora tan
desgraciado como para dejarme en la calle en pleno invierno?
Pero la duda seguía carcomiéndole:
“Suponte…”.
El pobre Samuel se debatió mientras pudo.
Finalmente, hacia las dos de la mañana, saltó de la cama, se fue a casa de
Moisés y se puso a tocar insistentemente al timbre, hasta que Moisés, medio
dormido, abrió la puerta y exclamó asombrado:
“¡Samuel! ¿Qué ocurre? ¿Qué haces aquí a
estas horas de la noche?
Pero para entonces estaba Samuel tan
enojado que no pudo impedir gritar:
“¡Te diré lo que hago aquí a estas horas de
la noche! ¡Si piensas que voy a pedirte que me admitas en tu casa ni siquiera
un solo día, estás muy equivocado! ¡No quiero tener nada que ver contigo, ni
con tu casa, no con tu mujer, ni con tu condenada familia! ¡A la mierda todos
vosotros!”.
Y, dicho esto, dio media vuelta, pegó un
portazo y se marchó.
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