EVANGELIO
En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí: - «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Entonces Jesús les dijo: - «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.» Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
Juan 6, 52-59
COMENTARIO
“El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene vida eterna.. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es
verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en
él… el que me come vivirá por mí”. … Dentro de poco, ya mismo en algunas parroquias,
comenzaremos con esta “danza” litúrgica de las primeras comuniones de niños y
niñas. ¿Os habéis preguntado alguna vez cómo le “cae” a uno de estos niños
estos textos de San Juan?
Y
el problema sigue estando ya no en los niños, si no en una mayoría de jóvenes
que, cuando escuchan estas palabras, -a mí me lo han dicho-., la primera
pregunta que les surge no es precisamente de perfil devocional, sino más bien
la siguiente: “este Jesús ¿se tomó algún opiáceo aquel día para decir eso?”. Tenemos
un problema de “transmisión de la fe “ muy serio, pero que muy serio, no
resuelto todavía, creo que sin ganas de resolverlo y que además lo refuerza
nuestro devoto culto eucarístico.
«Cuerpo y sangre» equivalía para el antiguo Israel a «la vida». La sangre
era el símbolo más fuerte de la existencia. Símbolo que paradójicamente la
hemos desaparecer del “Corpus”. Por ese
motivo los antiguos judíos tenían prohibido comer la sangre de los animales. La
sangre era la vida... y ésta pertenece a Yahvé.
Cuando sacrificaban un animal, lo desangraban
cuidadosamente a fin de no consumir su sangre. Según la mentalidad judía «la
expresión comer la carne y la sangre» supone una fuerte unión personal, no sólo
física, sino también en espíritu, ideas y acción.
Tras la muerte y resurrección de Jesús los primeros cristianos comenzaron a
repetir el gesto de la Última Cena: la Eucaristía. Cuando llevaban ya varias
decenas de años repitiendo este gesto del Señor, el evangelio de Juan
reflexiona sobre esta práctica ya extendida.
Para aquellos primeros cristianos, el problema de la Eucaristía no radicaba
en comprender de qué misteriosa forma Jesús podía estar presente en el pan y en
el vino. El problema estaba en que muchos judíos no llegan a comprender el
planteamiento fundamental de Jesús.
El auténtico problema de aquello judíos es que el “Jesús” que ellos
buscaban era un Jesús poderoso que pusiera en acción sus energías milagreras y
les solucionara el problema del hambre y del dominio sobre su territorialidad. Jesús, por el contrario, buscaba personas que
entendieran y se adhirieran a su proyecto de humildad, entrega y sencillez.
Para el cristiano, creer en la Eucaristía significa
estar convencido de que para transformar el mundo no hay que utilizar el
dominio, el poder, la violencia, la ostentación, la competencia y la riqueza...
sino el camino de Jesús: la cercanía a los más sencillos, el ofrecimiento y la
entrega gratuita de las propias cualidades. Comer el cuero y beber la sangre,
lenguaje absoluto y radicalmente simbólico, significar identificarte con este
proyecto de vida. Y eso es lo que nos decimos y celebramos mutuamente cuando
“vamos a misa”.
A alguien le he escuchado decir que para comulgar
no hace falta tanto “mirar hacia atrás” y ver si estamos en “gracia”, cuanto “mirar
hacia delante” y valorar si nos ha caído “en gracia” el proyecto de Jesús y
estamos dispuestos a llevarlo a cabo.